¿A dónde van los muertos según la Biblia católica?


Para los muertos que creyeron en Dios y pasaron por este mundo haciendo el bien, les espera la vida eterna al lado de su Padre del Cielo.

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¡Qué dolor se siente cuando perdemos a un ser amado! El corazón se parte y la vida también. No podemos hacernos a la idea de seguir viviendo sin esa persona que ha muerto y que formaba una parte tan importante de nuestro diario vivir. La ausencia duele. Además, queda la incertidumbre de a dónde van las almas de los muertos.

La soledad es un gran peso que nos deprime, una soledad irremediable que no puede vencerse porque no hay amor que sustituya a ese amor tan especial que se le tenía al ser amado.

Y todo eso sin hablar del desamparo económico que ocasiona en muchos casos la muerte de un ser querido, sobre todo ahora en esta época.

Todo nuestro mundo se nos derrumba. Sí; la muerte es mala. Causa daño y dolor.

¿Quién es el culpable de la muerte?

Nada raro que la muerte del ser amado nos haga “enojarnos” con Dios:

“¿Por qué a Él, por qué en ese momento, por qué así?”, se pregunta un hombre que ha perdido a un amigo. ¡y se enoja con Dios!

La muerte no es de Dios. Él la tolera y la permite, pero no la quiere. Dios es Dios de vida.

La muerte es algo muy natural. Es un acontecimiento siempre presente en todo ser vivo, más tarde o más temprano se presenta aunque luchemos admirablemente por retardarla.

A veces se presenta por accidente, nosotros pensamos que antes de tiempo. Tan natural y constante ¡y no acabamos a acostumbrarnos a ella!

Doctrinalmente, en nuestra fe cristiana, la muerte entra al mundo como consecuencia del pecado. Es el desorden del universo que espera un redentor.

Jesús mismo, ese Redentor, lucha contra su enemiga, la muerte, y será al último enemigo al que vencerá, cuando, al final de los tiempos, resucitemos todos a una nueva y definitiva vida. Eso creemos los cristianos.

¿Qué pasa con nuestros muertos?

Para un ateo, muerto el perro se acabó la rabia; no hay esperanza ¡y no hay consuelo!

Para los que creemos en Dios, en cualquier religión, después de la vida hay otra vida que corresponde a nuestros actos hechos mientras vivimos.

Los cristianos creemos en el Cielo. La casa paterna en la que nos espera Jesús que ha ido a prepararnos un lugar. El Cielo es nuestra plenitud: toda la bondad, la verdad y la belleza: Dios a quien, por fin, veremos cara a cara.

Ante la muerte hay, pues, dos sentimientos: temor a la muerte que es mala y deseo del Cielo que es bueno. Y, para los que creemos, todo eso en el contexto de un Dios que es Padre bondadoso que nos ama con tan grande amor que, según los criterios humanos, parece locura.

Del conocimiento de ese amor viene nuestra fe, que no es otra cosa que la confianza que le tenemos a nuestro Padre del Cielo ¡porque Él se la ha ganado!

Una estación de paso para los muertos

Los católicos, en particular, creemos en el Purgatorio, algo así como una estación de paso en la que nos ponemos limpios y guapos antes de llegar a la presencia de nuestro Padre amado que ya nos está esperando. En el Purgatorio, decimos popularmente, pagamos nuestras deudas.

Cuando oramos por nuestros difuntos lo hacemos con ese sentido de solidaridad que nos lleva a ayudarles a pagar sus deudas. A estar listos para presentarse ante Dios. Podemos decir que el Purgatorio ya es el Cielo porque los que están allí ¡ya la hicieron!: ya se salvaron.

Algo de lo que no nos gusta hablar

Ni modo, tenemos que hablar del infierno que, a pesar nuestro y a pesar de Dios mismo, existe. El Infierno es el lugar a donde van los tercos. Aquellos a quienes Dios les ruega, les insiste infinitamente, que vayan al cielo con Él ¡y ellos no quieren!

¿Qué puede hacer el “pobrecito” Dios ante unos hijos tan tercos? No los puede obligar a ir al Cielo, así que ellos se salen con la suya y se van al Infierno ¡porque ellos quieren!, a pesar de Dios.

El Infierno es eso: la ausencia de Dios, la ausencia de amor, verdad y belleza. Para siempre.

La elección entre el Cielo y el Infierno es nuestra forma de vivir con o sin Dios.

Una lucha contra la tristeza y el gozo

Cuando se nos muere un ser querido hay en nosotros una gran lucha entre la tristeza de la pérdida y el gozo de saber que ya llegó al Cielo. Una lucha entre el amor a nosotros mismos y la fe que nos dice que el ser amado ya goza en el Cielo.

Si no hay fe, o hay poquita fe, nos atormenta también el saber el destino de nuestros muertitos. Si creemos que la misericordia y clemencia de Dios son grandes, eso nos consuela un poco.

¿Cómo vencer ese dolor por la muerte de un ser querido?

¿Has probado hacer oración? Una oración como la de Jesús, allá en el Huerto de los Olivos: “Señor, si es posible, líbrame de este cáliz, pero que no se haga lo que yo quiero, sino tu voluntad.”

Una oración confiada como diciéndole al Padre Dios: “Tú sabes lo que haces, te tengo confianza, aquí está, pongo mi pena en tus manos.”

¿Has probado comulgar?, recibiendo a Jesús en la Eucaristía recibimos esa gracia que sana nuestro corazón de la tristeza y del dolor. También nos unimos, comulgamos, con la Iglesia toda, ¡también con nuestros seres queridos que han muerto!

¿Has probado darle calidad a tu vida?, no se trata de seguir viviendo y viviendo a medias. Eso es estar medio muerto.

“Cuando murió mi amigo así, en ese momento, me di cuenta de que también yo tengo que prepararme para la otra vida”. Así me dijo aquel hombre del que hablé antes. Y se acercó más a Dios. No por miedo, sino porque comprendía que, a final de cuentas, esta vida tan sólo es una preparación para la otra, la definitiva y eterna.

Dale calidad cristiana a tu vida. Vívela plenamente.

Autor: Padre Sergio G. Román. 


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