San José Pignatelli


SAN JOSÉ PIGNATELLI, RUEGA POR NOSOTROS
14 noviembre

El papa Pío XI le dio a este Santo el título de Restaurador de la Compañía de Jesús.

La vida de San José Pignatelli transcurrió durante el período más duro de la Compañía de Jesús: el de la extinción.

Niñez y juventud

José nació el 27 de diciembre de 1737 en Zaragoza, España. Su padre era don Antonio Pignatelli y Aragón, príncipe del Sacro Imperio y conde de Fuentes. Su madre es doña Francisca Moncayo Fernández, marquesa de Mora. José es el sexto, y el penúltimo, de los hijos.

La familia de los Pignatelli se cuenta entre las “grandes” de España. Por sus entronques familiares, está relacionada con la alta aristocracia de Nápoles, de Aragón y, por el tío abuelo, el papa Inocencio XII, con la Santa Sede.

En ese contexto, de nobleza y corte, son educados los hijos. Doña Francisca, con esmero, cuida de la formación religiosa. Pero, cuando José cumple los cuatro años de edad, ella fallece poco después de nacer Nicolás, el hermano menor, quien también será jesuita.

En la ciudad de Nápoles

Don Antonio, en 1744, pasa, con sus hijos, a vivir en la ciudad de Nápoles. Ha sido “encargado de una honrosa misión” por el rey de España.

En noviembre de 1746, muere el conde de Fuentes. José tiene apenas nueve años. El y su hermano son acogidos por María Francisca, la hermana de 16 años, recién casada con el conde de Acerra. Francisca se transforma así en la segunda madre del pequeño José.

De regreso a Zaragoza

Su hermano mayor, Joaquín, el nuevo conde de Fuentes, decide trasladarse a España. En 1749, regresa a Zaragoza con sus dos hermanos menores. José tiene doce años de edad y Nicolás, ocho.

Ambos son matriculados en el Colegio de la Compañía en Zaragoza. Es el colegio fundado por San Francisco de Borja hace ya doscientos años y que goza de merecido prestigio.

En este Colegio, José estudia cuatro años. Es un buen estudiante. Pertenece a la Congregación Mariana (hoy, Comunidad de Vida cristiana, CVX) y practica su apostolado en los hospitales y enseñando catecismo a los niños de las barriadas.

En la Compañía de Jesús

En 1753, José decide entrar en la Compañía de Jesús. Tiene escasos 16 años de edad.

En los años duros de la persecución, su hermano el conde de Fuentes, se justifica ante el rey Carlos III: “Fue determinación suya el haber entrado en la Compañía. Yo no tuve parte. Sólo lo detuve un tiempo para que reflexionara mejor”.

José ingresa a la Compañía en de Tarragona. Allí hace el noviciado y se ejercita en las experiencias prescritas a los novicios: mes de Ejercicios, mes de hospitales, trabajos humildes y peregrinación a Manresa y Montserrat.

En el Colegio de Manresa

En 1755, José es destinado al Colegio de Manresa. Allí parece haber hecho los votos religiosos de pobreza, castidad y obediencia.

En ese Colegio, dedicado a San Ignacio, comienza José sus estudios humanísticos. Su apostolado lo ejerce en el hospital de Santa Lucía, santificado, en otro tiempo, por el mismo Ignacio. Muchas veces, tiene la oración diaria en la Cueva, junto al río Cardoner, la misma utilizada por el fundador.

José se distingue en los estudios de retórica y de las lenguas griega y hebrea. Hay alguna constancia de ello en los archivos de la Compañía.

Los estudios sacerdotales

Desde Manresa, José pasa a Calatayud para el trienio de los estudios filosóficos. Así, está de nuevo en su patria aragonesa.

En Filosofía, José es un buen alumno. Lo atestigua el hecho de haber sido el encargado para defender, en Acto público, todas las tesis del trienio. La presidencia de esos actos, según la tradición jesuita, estaba reservada únicamente a los mejores estudiantes. Y no parece probable el que se haya hecho una excepción en beneficio de la nobleza de José Pignatelli.

Los estudios de teología los hace en Zaragoza, su ciudad natal. No hay informes sobre ellos. José recibió la ordenación sacerdotal al terminar el tercer año de teología, en 1762. Esa era la tradición en la Compañía. Al año siguiente supera, con éxito, el difícil examen de toda la teología, prerrequisito indispensable para la Profesión solemne de Votos en la Compañía.

Una salud delicada

Durante los estudios, la salud de José se resiente. Un principio de tuberculosis lo pone en peligro de muerte. Es una enfermedad odiosa, muy frecuente, y difícil de superar.

Los superiores, entonces, deciden destinarlo al ministerio de dictar clases de gramática latina en el vecino Colegio de Zaragoza. José no necesitará esforzarse y la comunidad y la casa se prestan para un convaleciente.

En Zaragoza, José ocupa cuatro años de su vida en este trabajo sencillo y ordenado. De vez en cuando, se junta a otros jesuitas, en el predicar en las plazas de la ciudad, en el atender a los enfermos de los hospitales y en el visitar a los detenidos en la cárcel.

Los motines de Zaragoza y de Madrid

En el año 1766, en Zaragoza, tienen lugar las revueltas populares en contra del marqués de Esquilache, el favorito del rey Carlos III. Se le acusa de extranjero, por ser napolitano, y de abusar del poder en propio beneficio. Hay escasez de trabajo y la miseria alcanza a muchos. La actuación del P. José Pignatelli logró obtener algo de paz y serenidad en medio de la violencia. El mismo Rey Carlos III escribió una carta a los jesuitas de Zaragoza manifestándoles su agradecimiento. Al fin el gobierno de España, el conde de Aranda y el marqués de Esquilache, sus principales ministros, controlaron la revuelta por la fuerza.

Y sin embargo, esta actuación pacificadora de los jesuitas de Zaragoza se va a transformar muy pronto en una acusación despiadada. Cuando los motines pasan a Madrid, el rey se asusta. Destierra al marqués de Esquilache y busca desesperadamente la paz. Va a ser necesario encontrar con urgencia algunos culpables y descargar en ellos la culpa. La Compañía de Jesús, por la defensa de la fe y la justicia, tiene muchos enemigos, especialmente en la Corte de los Borbones.

La persecución a la Compañía en Portugal y Francia

En Portugal, el marqués de Pombal, Sebastián José Carvallo, ministro todopoderoso de la monarquía, enemigo declarado de la Compañía de Jesús, ya ha confiscado sus bienes y encerrado en las cárceles portuguesas a casi 250 jesuitas; 81 murieron en ellas a lo largo de los años. El 3 de septiembre de 1759 obtuvo del rey José Manuel I el edicto de expulsión de la Compañía del Reino de Portugal y del Brasil. M s de mil de ellos, sin recursos, fueron cargados en varias naves y desembarcados en los Estados pontificios. El papa Clemente XIII, temeroso de mayores males, los acogió benignamente y les entregó casas en Roma. El P. Lorenzo Ricci, General de la Compañía, con el corazón traspasado, hizo lo imposible por aliviar la triste suerte de sus hijos desterrados.

Francia se unió, poco después, en la persecución de los jesuitas. El pretexto para la guerra abierta lo encontró en el proceso seguido contra el procurador de la Martinica, P. Lavallete, quien había quebrado en una negociación mercantil. El Parlamento de París, en el que había importantes jansenistas y galicanos, extendió el proceso al mismo Instituto de la Compañía y reprobó sus Constituciones. Nada pudieron hacer el arzobispo de París, Cristóbal de Beaumont, y otros 40 obispos que alabaron incondicionalmente a la Compañía; cinco pidieron algunas modificaciones y sólo uno no aprobó a la Orden. A fines de 1764, el rey Luis XV dictó el decreto suprimiendo a la Compañía en Francia; les permitió vivir en la patria, como sacerdotes diocesanos, asignándoles una modesta pensión anual, tomada de los bienes confiscados. Clemente XIII, con honda tristeza, escribió la Bula Apostolicum pascendi, el 7 de enero de 1765, recordando y confirmando las alabanzas dadas a la Compañía de Jesús por dieciocho pontífices, sus predecesores, y el mismo Concilio de Trento; ensalzó las virtudes de los Santos, de los Beatos y de los mártires de la Compañía y condenó a los que la persiguen sin cuartel.

La expulsión de España y sus colonias

A Carlos III se le hizo creer que los motines de Zaragoza y Madrid encerraban un plan para asesinarlo a ‚l y a toda la familia real. La acusación fue dirigida por el conde de Aranda, Pedro Abarca de Bolea, gran maestre de la francmasonería española y presidente del Consejo. El 27 de febrero de 1767 firmó el rey, en secreto, el decreto o Pragmática Sanción para el extrañamiento de los jesuitas de todos sus dominios, España, Indias, Islas Filipinas y demás adyacentes, y que ser ejecutado en la corte española el 31 de marzo. De este modo más de 5.000 jesuitas quedaron privados de todo y exiliados de la patria.

En todas las demás españolas, donde había casa de la Compañía, el juez real ordinario recibió una carta circular en la que se incluyó de un pliego adjunto que no podía abrir sino el 2 de abril; y enterado de su cometido debía cumplir las órdenes que contenía. A la cinco de la mañana del día 3, los soldados rodear n las propiedades de la Compañía de Jesús y tomar n presos a los jesuitas. Los Padres y los Hermanos serán reunidos en el comedor y allí oirán la lectura del decreto real.

En Zaragoza todo se cumplió como estaba mandado. La disposición real cayó como un rayo. Ochenta personas, tanto del Colegio Mayor, como de la Residencia y Casa de Ejercicios quedaron hacinadas en el refectorio, sin poder volver a sus aposentos y sin poder salir de ese lugar, como no fuese por cosa absolutamente indispensable y acompañado de un guardia. Todo el día se empleó en el registro de los aposentos, de las oficinas, de la sacristía y biblioteca. El P. José Pignatelli, a quien respetaban las autoridades por ser pariente del Conde de Aranda, fue nombrado por el Rector para disponer lo necesario para la salida de la ciudad.

El camino al destierro

Llegada la noche se dispusieron las camas en lugares no muy separados: colchones y frazadas en el suelo; de tal suerte que los presos pudieran ser constantemente vigilados.

A la mañana siguiente se les permitió celebrar misa. Fueron conducidos a la iglesia, cuyas puertas permanecieron cerradas. Todos lloraron. Después tomaron un ligero desayuno. Pasaron a la portería donde cada uno tenía preparado un pequeño bulto con las cosas que les permitieron llevar, como el breviario, un libro de devoción, algún objeto de aseo y ropa blanca. En la calle estaban ya preparados los carruajes, y un gentío inmenso, aunque mantenido a distancia, deseoso de presenciar el triste espectáculo.

Colocados en sus sitios y rodeados por la tropa se ponen en camino hacia Teruel. Pasan junto al palacio de los condes de Fuentes, situado a unos cien pasos del Colegio, donde el José Pignatelli había nacido y pasado los primeros años de su vida. En el camino est n los amigos y los alumnos del Colegio que, por atajos, han salido a la carretera a esperar el paso de la comitiva y para despedir con l grimas a los acongojados, los que quedan y los que parten.

Las noches debieron pasarla en sitios incapaces de alojar a tantas personas. La comida era preparada en ventas mal acondicionadas. Los soldados se relevaban a determinados trechos. Al llegar a Tortosa fueron encerrados en el Colegio de la Compañía, pero no se les permitió comer en el refectorio ni dormir en los aposentos; un corredor hizo de lugar para la comida y para tender los pocos colchones. Ni siquiera les fue permitido hablar con otros jesuitas que habían llegado ese mismo día de otras dos ciudades.

Así, al cabo de varios días, llegan a Tarragona. En ese puerto José ha hecho el noviciado y los gratos recuerdos le llegan al alma. Y aunque los jesuitas son llevados a la que fue su casa, allí todo es dolor, soldados y centinelas en todas partes. Los de Zaragoza encuentran a otros compañeros que han llegado antes y se aprestan a recibir a los que seguirán llegando. José Pignatelli se desvive por hacer menos dura la estancia. El P. Provincial de Aragón, el P. Salvador Salau, allí en Tarragona, le da plenas facultades y lo encarga de los desterrados. La casa es grande, pero incapaz para albergar a 500 jesuitas: hacinados en cada aposento, en los corredores y hasta en coro de la iglesia. Las autoridades hicieron traer colchones y frazadas desde los cuarteles y hospitales. Los habitantes de la ciudad y pueblos vecinos aportaron con gozo lo que pudieron para aliviar tan grande humillación.

Navegando hacia Italia

El 29 de abril todos recibieron la orden de embarcarse. En el vecino puerto de Salou, distante unos doce kilómetros, esperaban trece veleros. Cada uno de los 532 jesuitas aragoneses arregló su equipaje y, en incómodos carros para labrar la tierra, se dirigieron a su triste destino.

En cada navío hicieron subir el número máximo de personas: el colchón sobre cubierta a babor y estribor, desde proa a popa; otros abajo en la bodega. Una tosca tabla, de treinta centímetros de altura, dividía los puestos, unos de otros. Y como el techo era bajo casi nadie podía estar en pie, ni andar. Lo más incómodo era la ausencia de mesas y sillas: para comer debían hacerlo echados, expuestos al sol y al viento.

El día 1 de mayo, a la puesta del sol, anclaron en Mallorca, a cinco kilómetros de Palma. Allí estuvieron todo el día siguiente hasta que se les juntó otra nave en que venían embarcados los Padres de los tres Colegios de Mallorca y los de una residencia de la isla de Ibiza.

Zarparon el día 4. Dos días navegaron con rumbo a Civitàvecchia. Al tercero se levantó un furioso vendaval que los obligó a retroceder. Hacinados debieron esperar el nuevo zarpe del día 9. Con viento favorable y mar tranquilo cruzaron el estrecho entre Córcega y Cerdeña y el 13 arribaron a Civitàvecchia, puerto y ciudad de los Estados Pontificios.

Se les impidió desembarcar. La negación tenía por fin negociar con el rey de España la revocación de la Pragmática Sanción. Y el 18 debieron nuevamente levantar anclas sin rumbo fijo. Terminaron en Córcega, perteneciente a Génova, anclando en Bastia el día 23. Más de veinte días demoró el jefe de plaza en permitirles bajar a tierra. Los jesuitas del Colegio del puerto de Bastia socorrieron, llorando, a esos hermanos tan sufrientes en esa largo destierro y navegación.

Cartas del Conde de Fuentes

En Bastia, el P. José Pignatelli, y su hermano Nicolás, recibieron la primera carta de su hermano Joaquín, Conde de Fuentes y Embajador del rey Carlos III ante la corte francesa. Queridísimos hermanos: Por obedecer a vuestra vocación, os habéis hecho religiosos de una orden poco grata a nuestro soberano y perjudicial a las leyes del reino y al gobierno de nuestra patria. Yo, por la obligación que me impone el ser vuestro hermano, os aconsejo que dejéis esa religión; y para esto os prometo interesarme con el Papa a fin de que podáis pasar a otra, y empeñarme igualmente con nuestro soberano para que os permita volver a vuestra patria, de donde habéis salido desterrados, aunque sois inocentes. Así, espero que lo haréis por darme gusto a mí y a toda la familia. Os ruego sigáis mi consejo.

La respuesta del P. Pignatelli fue la siguiente: “Hace catorce años que entré‚ en la Compañía de Jesús. Tuve deseos de pasar a las misiones de Indias; pero no melo concedieron mis superiores por no disgustar a nuestra familia. Al presente no tengo motivo alguno para abandonarla; y estoy resuelto a vivir y a morir en ella. Si otra vez me escribís, no me toquéis este punto de abandonar mi vocación. Os ruego, no hagáis diligencia alguna en Roma para conseguirme la facultad de pasar a otra orden; porque no lo haré jamás, aunque tuviese que perder mil veces la vida. Dios te guarde.

Nápoles y Parma

El reino de Nápoles fue el siguiente en expulsar a la Compañía de Jesús. El marqués Bernardo Tanucci se encargó de preparar al joven rey, de dieciséis años, Fernando IV, hijo del rey de España. El 20 de noviembre de 1767, las tropas rodearon las casas de los jesuitas en Nápoles y exiliaron 388 religiosos.

El pequeño estado borbónico de Parma no podía permanecer fuera de la línea de los grandes miembros de la familia. Por ello en la noche del 7 al 8 de febrero de 1768, las tropas del duque Fernando I sitiaron las casas, reunieron a las comunidades y las hicieron marchar, a unos 160 jesuitas, hasta la frontera. La mayor parte se dirigió a Bolonia.

Desterrados en busca de asilo

El 20 de mayo de 1767 llegó a Civitàvecchia la flota que conducía a la Provincia de Toledo, en número de 516. Y el 30 llegó el tercer convoy con los Padres y Hermanos de Andalucía. Todos fueron desviados a Córcega, al puerto de Ajaccio. El 14 de junio, la flota que traía a los Padres de Castilla, avisada oportunamente, se dirige también a Córcega, y a Bastia.

Las negociaciones para recibir a los jesuitas se prolongaron angustiosamente. Los corsos soportaban de mala gana el dominio genovés, sostenido por las tropas francesas, y se habían rebelado. La ciudad de Ajaccio estaba cercada por los rebeldes y toda la isla vivía en gran tensión. El 25 de agosto debieron embarcarse, esta vez en dirección al puerto de Bonifacio, en el extremo sur de la isla. La pequeñez del pueblo hizo que los jesuitas vivieran hasta siete en una misma habitación, según el número de colchones que podían ponerse en el suelo. No había comodidad para sentarse, ni para rezar o comer juntos, ni una cocina para preparar la comida. Allí se multiplicó la diligencia del P. José Pignatelli buscando alimentos, comprando telas y procurando lo indispensable para mantener la vida religiosa y el ánimo de sus hermanos. Poco a poco, y en tan duras circunstancias, los jesuitas organizaron la Provincia dando opción preferencial a la formación de los novicios y estudiantes.

El 15 de marzo de 1768, Génova vendió sus derechos sobre Córcega a Francia, y el 15 de agosto la isla fue agregada al reino de Francia por edicto de Luis XV. De inmediato los jesuitas recibieron la comunicación oficial de abandonar la isla. Comenzaron los sobresaltos y angustias y el hacinamiento en buques miserables, órdenes y contraórdenes. Y de nuevo los hermanos Pignatelli haciendo valer sus influencias consiguieron aminorar los padecimientos y contener a los funcionarios.

El 8 de septiembre fue el día señalado para el embarque. Uno de los jesuitas escribió: No es posible decir la apretura y estrechez a que nos condenaron los franceses y lo incómoda y trabajosa que fue esa navegación. Llegados a Calvi el 14, subieron a bordo los Padres castellanos y los andaluces; aumentó con esto la estrechez de los aragoneses.

El 19 se hicieron a la vela, con mar gruesa y alborotada. La noche fue especialmente dura. El 22 llegaron a Sestri, pero la república de Génova no les permitió desembarcar. De nuevo las interminables negociaciones. Por fin se llegó a un acuerdo: por tierra se dirigirán los jesuitas a los Estados Pontificios. A caballo y a pie, relevándose por el camino, emprendieron el 8 de octubre la marcha de 7 días hasta el ducado de Parma. Cruzaron la ciudad de Regio y en Módena descansaron en el Colegio de la Compañía. El 15 de octubre entraron en los Estados del Papa. Los jesuitas aragoneses se dirigieron a Ferrara donde mandaba como legado, a nombre del Papa, un primo del P. Pignatelli.

La ubicación de los dispersos

En toda la zona norte de los Estados pontificios se ubicaron las Provincias de España y de Ultramar. En Bolonia quedaron las de Castilla y Méjico. En Ferrara, las de Aragón y Perú. En Imola se estableció la Provincia de Chile. En Faenza, muy vecina, la del Paraguay. En la ciudad de Forli, un poco más al sur, la de Toledo. En Rímini, la de Andalucía. Las Provincias de Santa Fe (Colombia) y Quito quedaron en la Marca de Ancona. Y la de las Islas Filipinas se estableció en Bagnacavallo.

En Ferrara, el P. José Pignatelli queda encargado de reorganizar los estudios. Conseguir casas, bibliotecas, muebles, alimentación y vestuario fueron preocupaciones inmediatas. Después organizó las clases y los actos académicos. Al grupo de estudiantes que debía recibir la ordenación sacerdotal lo llevó a Módena. Nada religioso fue descuidado: la Eucaristía, los Ejercicios espirituales, las reuniones comunitarias, y los pequeños apostolados que les era posible ejercer. Por cierto, no fue fácil encontrar trabajos, de un día para otro, para 5.400 jesuitas llegados desde el extranjero y sin el idioma del pueblo.

La muerte del Papa Clemente XIII

El 3 de febrero de 1769 murió el Papa Clemente XIII. Fue muy llorado por los jesuitas porque lo sabían muy buen pontífice y defensor de la Compañía. Los reyes y los gobiernos de España, Portugal y Francia se sintieron aliviados, porque con esa muerte, según ellos, desaparecía el peor obstáculo para lograr la definitiva extinción de la Compañía de Jesús. Clemente creía que su posición era al mismo tiempo una defensa del pontificado y de la fe católica.

El Cónclave fue largo y agitado. Los reyes borbónicos dieron instrucciones precisas a sus embajadores y a los cardenales de sus países para obtener la elección de un Papa favorable a la extinción de la Compañía de Jesús. Se dieron exclusiones de cardenales, amigos de los jesuitas. Se pretendió obtener, por escrito, promesas que fueran en la línea de los deseos de las cortes borbónicas. Los historiadores han escrito mucho sobre esto y han dejado muy claros los hechos.

Después de mil negociaciones, en la mañana del 19 de mayo de 1769 fue elegido Papa el cardenal Juan Vicente Antonio Ganganelli, Fray Lorenzo, franciscano conventual quien tomó el nombre de Clemente XIV. Se ha dicho que el cardenal Ganganelli habría contraído el compromiso formal de extinguir la Compañía y que en ese sentido habría firmado un documento. No se ha probado. Pero los partidarios de la extinción quedaron muy contentos con la elección.

La actuación del Papa Clemente XIV

De inmediato los embajadores de España y Francia presentaron las solicitudes de sus monarcas en orden a obtener la extinción de la Compañía. El Papa y su nuevo Secretario de Estado dieron respuestas dilatorias; no concedían la petición, pero tampoco se negaban a considerar los hechos.

El P. Lorenzo Ricci, el General de los jesuitas fue a saludar al Papa junto a los demás Generales religiosos. Al acostumbrado homenaje y al encomendarle la Compañía, recibió una fría respuesta: “El Papa se encomienda a sus oraciones”. Esta fue la única vez, en cinco años cuatro meses y tres días de pontificado, que Clemente XIV permitió que el General Lorenzo Ricci lo saludara; jamás le dio audiencia, ni a él ni a cualquier otro jesuita; tampoco a los que habían sido sus amigos antes del pontificado. Los jesuitas creían que el Papa actuaba así por razones políticas: para no exacerbar a las cortes de los Borbones. Estas se inquietaban por las dilaciones del Papa. El Papa pedía tiempo y paciencia y se contentaba con repetir algunas promesas más o menos vagas o condicionadas, sin dejar nunca de mostrar su aversión a los jesuitas.

Los embajadores estrecharon el cerco; y el Papa que desde el principio había aceptado la idea de ceder, por el bien de la paz, continuó cediendo, hasta llegar a escribir, de su puño y letra, el 30 de noviembre de 1769, al rey Carlos III prometiéndole formalmente la extinción. Pero dilató todavía largos años la ejecución de su promesa.

Las angustias del P. General

Los jesuitas, entretanto, se mantenían obedientes en su vida religiosa y respetuosos a la Santa Sede. La vida comunitaria que se llevaba en las casas era la ordinaria, tratando de solucionar los superiores las infinitas incomodidades y penas de la vida hacinada en el exilio. La oración de todos, desde el General hasta el recién ingresado, iba dirigida a la misericordia de Dios, con profunda fe, amor y esperanza, con penitencia y ayuno, como lo pide el Evangelio. Las cartas del P. General, dirigidas a todos los jesuitas, son desgarradoras. El 17 de junio de 1769 escribe: “Ni mi solicitud ni vuestras oraciones han visto el fruto deseado. Todavía no ha sido el agrado de Dios el sacarnos de nuestras tribulaciones. Sabemos que un Padre amantísimo no acostumbra rechazar y abandonar a sus hijos que esperan en Él. Confiados en esta esperanza no cesemos de clamar al Señor.

Él a su tiempo escuchará nuestras oraciones si permanecemos constantes en ayunos y súplicas. Ello hay que realizarlo más fervientemente, porque a las pasadas calamidades tan duras, ahora se presentan otras nuevas y están por llegar peligros más graves. La Compañía entera es acometida con violencia. Se ha de insistir hasta que el Señor se compadezca, en obsequios ofrecidos a la Bienaventurada Virgen y al Santísimo Corazón de Jesucristo. Desearía que al ofrecerlos lo hagáis con todo el esfuerzo del alma y con la seguridad y fe de obtener lo pedido. Cuando nos acerquemos a Cristo, en la visita al Santísimo, o en la fiesta del Corazón de Jesucristo, querría os acordarais de aquellas palabras que dijo cuando todavía vivía en este mundo: “Acercáos a Mí todos los que est is rendidos y abrumados que Yo os aliviar‚”. Con estas palabras, como mostrando su Corazón abierto, a todos los agobiados con la carga, suavísimamente los atraía como a casa de refugio y ayuda de quebrantos. Pongamos ante Él sus promesas y juntamente todas las calamidades que nos agobian. Con ello El no dejará de conmoverse siendo El benévolamente rico en misericordia”.

La Profesión solemne del P. José Pignatelli

En Ferrara, el P. José Pignatelli continuaba con la misión encomendada por el P. General. Se hubiera dicho que no parecía sentir la prueba, a juzgar por el entusiasmo con que se entregaba a todos para que nada faltara y para que nadie se dejase abatir por la angustia y la nostalgia. Y no siempre le acompañó la salud que más de alguna vez le hizo molestas desconocidas.

En diversas ocasiones debió soportar la presión de su familia que insistía en que abandonara su vocación de jesuita. Su hermano Joaquín Pignatelli, Conde de Fuentes y embajador del rey Carlos III en Francia, fue perseverante en esta lucha. El embajador representaba a sus hermanos jesuitas, José y Nicolás, la conveniente y necesaria sumisión hacia el monarca. Él, así lo decía, estaba de acuerdo en todo con el rey y sus hermanos debían proceder de igual forma. Y, sin embargo, el Conde de Fuentes siempre fue generoso con sus hermanos, enviándoles cuantiosas ayudas en dinero. Otro tanto hizo María Francisca, la condesa de Acerra, quien había sido una segunda madre de los dos jesuitas.

En el seguimiento de su vocación, José tenía prisas. Para él no había duda alguna, pero se angustiaba por las noticias que amenazaban a la Compañía. Su temor era el no llegar a estar inscrito en el número de los que formaban el cuerpo de ella. No había cumplido los 33 años de edad que era uno de los requisitos para la profesión solemne de cuatro votos. Apenas cumplió la edad, escribió al P. General solicitando su incorporación definitiva a la Compañía. El P. Lorenzo Ricci, que lo quería de una manera muy especial, le concedió de inmediato lo que pedía.

El P. José Pignatelli, el 2 de febrero de 1771, pronunció su profesión solemne de cuatro votos, con extraordinaria alegría de su alma, en la iglesia del Jesús en Ferrara.

Los meses ante la extinción

La vida jesuita de José Pignatelli no tuvo variantes en los dos años y medio que restaron hasta la extinción de la Compañía.

El P. Agustín Monzón quien vivió todo el tiempo con él escribe: “En el intervalo que paso desde este tiempo (el de la profesión solemne) hasta el mes de agosto de 1773 (o sea hasta la extensión de la Compañía), continuó el P. José Pignatelli con el más ardiente celo en el ejercicio de sus acostumbradas ocupaciones sin aflojar un punto, por más que fuesen cada día más válidos los públicos rumores de las desgracias que amenazaban; continuó siendo el apoyo, el alivio, el consuelo de todos y el promovedor de todo linaje de estudios, el consejero de los Superiores y de todos los compañeros de infortunio, y en fin padre amantísimo y fortísimo sostén de toda la Provincia de Aragón en todas sus tribulaciones”.

El último golpe a la Compañía de Jesús

En marzo de 1772, el rey Carlos III mandó a Roma al fiscal del Consejo de Castilla, José Moñino, con secretas instrucciones y omnímodos poderes para lograr la extinción de la Compañía de Jesús, o por halagos o por amenazas. En cada audiencia con el Papa Clemente XIV, José Moñino abogó por la causa que le había sido encomendada. Con habilidad supo valerse de los pareceres de los obispos españoles que el rey, gracias al Patronato, había conseguido. Al fin, según confesión del mismo Moñino, el Papa se decidió a la abolición, no por los crímenes de que los enemigos acusaban a los jesuitas, sino en aras de la paz, para calmar la molestia de los príncipes católicos. Creía sí que con esa medida quedarían tranquilos y la Iglesia quedaría libre de otros males. Pero el embajador Moñino creía ver en el Papa nuevas vacilaciones. Una y otra vez insistía, porque los días pasaban y la redacción de los documentos parecía alejarse con ellos.

El 21 de julio de 1773, por la tarde, Clemente XIV suscribió el Breve Dominus ac Redemptor dando con él muerte a la Compañía y secularizando a los 24.000 jesuitas, pero no dio orden para ser publicado. José Moñino de inmediato puso en marcha la imprenta que había preparado y el día 28 lo tenía listo y corría a ofrecer 500 ejemplares al Papa para excusarlo de hacer la edición pontificia. Sin embargo el Papa decidió esperar hasta después de la fiesta de San Ignacio.

En la tarde del 16 de agosto los soldados cercaron todas las casas de los jesuitas en Roma. Con soldados entraron los prelados ejecutores en el Gesù, en el Colegio Romano, en el Noviciado de San Andrés, en el Colegio Germánico, en el Maronita, en el Escocés, en el Griego y en el Colegio Inglés, en la Casa de los Penitenciarios y en la Casa de los Padres portugueses. En el Gesù fueron llamados a la portería el P. General, los Padres Asistentes y el Secretario de la Compañía; en la oficina del portero se les leyó el Breve de extinción. Se preguntó enseguida al P. General qué decía. “Respondió (dice un testigo) que adoraba las disposiciones de Dios”.

La extinción de la Compañía en Ferrara

El 15 de agosto de 1773 ocho Padres hicieron en la iglesia de la Compañía la profesión solemne; entre ellos estaba el P. Nicolás Pignatelli. A los pocos días supieron, por medio de cartas, que al día siguiente de las Profesiones se había intimado al General y demás jesuitas de Roma el Breve de abolición. Supieron así que la Compañía había dejado de existir en Roma y que muy pronto terminaría su vida en el resto del mundo al ser promulgado en cada país el mismo decreto.

El 28 de agosto, el Vicario del Arzobispo promulgó el Breve a los jesuitas. Después les pidió que continuaran siendo ejemplo y edificación en la ciudad, tal como lo habían sido hasta entonces.

El rey de España, a su vez, les hizo saber que no se derogaba la pena del destierro, y que no podrían vivir más de tres juntos so pena de perder las pensiones.

Estadía en Bolonia

Los hermanos José y Nicolás Pignatelli debieron dirigirse a la vecina ciudad de Bolonia. Joaquín, el Conde de Fuentes, quien los quería de veras, decidió asegurar a sus hermanos menores una vida y un sustento conforme a la nobleza que poseían. Y para ello dispuso una estancia digna, pero bajo la vigilancia del comisario español Fernando Coronel en cuya casa deberían vivir los dos hermanos.

Los ex-jesuitas, por orden del Papa, no podían ejercer en los Estados Pontificios los ministerios eclesiásticos de predicar y confesar. Para los dos hermanos ésta fue la parte más dura de sus nuevas vidas. José repartió las horas del día, casi siempre en la misma forma, entre la oración y el estudio. Respecto a la oración no dejó ninguna de las prácticas que había ejercitado como jesuita. Todas las mañanas dedicaba una hora a la meditación formal; enseguida celebraba la misa; a mediodía y antes de irse a dormir hacía los exámenes de conciencia; ocupaba largas horas en el estudio y en lecturas de devoción; y cuando salía a la calle visitaba al Santísimo en las iglesias. Y aunque tuvo que adaptarse al modo de vivir correspondiente a la nobleza de su familia, no olvidó nunca la condición del estado religioso que había profesado. Asistió a algunos cursos de la Universidad y atendió con extraordinaria solicitud a los ex-jesuitas que no tenían medios para subsistir.

El Conde de Fuentes y su hermano, el canónigo Monseñor Ramón Pignatelli, trataron de conseguir de parte de Carlos III los permisos necesarios para hacer regresar a los dos ex-jesuitas a España. Pero la oposición cerrada del rey no fue cambiada. Entonces se les hizo llegar una renta fija para sus sustentos.

La prisión del P. General

El 17 de agosto de 1773, el P. General Lorenzo Ricci fue conducido al Colegio Inglés y allí fue interrogado un mes. En septiembre, el General con todos los Asistentes y el Secretario de la Compañía fueron encerrados en la fortaleza de Castel Sant ángelo. El General permaneció completamente incomunicado, ni siquiera se le permitió ver a los encarcelados con él cuando todos oían misa.

El ex Padre General estaba angustiado e inquieto. No podía saber qué fin tenían tantos interrogatorios, muchas veces repetidos, y la enorme lentitud con que se hacían las cosas. Deseaba hablar con los suyos, no tanto para descargo propio, sino para justificar a la extinguida Compañía. Nadie prohibía, pero nadie daba tampoco los permisos.

Un ex jesuita, el sardo P. Luis Seguí, se valió de su amistad con el comandante del Castillo de Sant ángelo para tener comunicación con el P. General. Recibió durante meses sus notas manuscritas, una tras otra, las que hoy constituyen uno de los tesoros de la Compañía ya que muestran el sufrimiento y la versión del hombre que estuvo al frente de ella en esos días de muerte.

El 22 de septiembre de 1774 murió el Papa Clemente XIV y el P. Ricci continuó en la cárcel.

Sigue la vida oculta en Bolonia

El 21 de diciembre de 1774 murió en Bolonia el comisario Fernando Coronel encargado de la vigilancia de los hermanos Pignatelli. El P. José lo atendió espiritualmente con respeto y cariño. El comisario le reconoció que, ante la muerte, tenía obligación de retractarse de lo que había dicho y escrito injustamente contra los miembros de la Compañía, pero que no atrevía a hacerlo para no desagradar al Ministerio de España.

Los hermanos Pignatelli pasaron entonces a vivir con el comisario Pedro Forcada quien se portó muy despóticamente con ellos. La vida del P. José se hizo más privada aún, más oculta y escondida a las miradas de los hombres. Al principio casi no salía de casa sino para ir a alguna iglesia o a alguna visita obligada. Después, hombre de estudios al fin, dedicó un tiempo a frecuentar las librerías, a investigar y leer. Poco a poco fue formando una biblioteca personal con excelentes tratados científicos, artísticos, de historia, de Sagrada Escritura y teología. Unos meses después, compró una casita en Bolonia en la que fue depositando las obras de arte y sus libros. Abrió su biblioteca a todos los ex-jesuitas para que pudieran darse al estudio lo que lo desearan.

Algunos ex-jesuitas tenían con qué vivir, gracias a la generosidad de sus parientes y amigos, pero otros con la sola pensión que les pasaba el rey de España vivían con gran estrechez. El P. José Pignatelli se transformó en paño de lágrimas de muchos. Gracias a Dios, él recibía dineros de parte de sus hermanos, especialmente del canónigo Ramón, y de su hermana la condesa de la Acerra. Con los enfermos, los del cuerpo y también de espíritu, fue un amigo cariñoso. Volaba a socorrer al necesitado y era capaz de estar a su lado, día y noche, hasta dejarlo en paz o en salud. Para ocuparlos sanamente y aliviarlos en la pena los incitaba a que escribiesen. A los que venían de América les pedía las historias de sus países y de las misiones a igual que las gramáticas de las lenguas indígenas. A varios ayudó para la impresión de esos libros. Entretanto él trabajaba incesantemente en la recolección de memorias y manuscritos que fueran útiles para la historia de su querida Compañía.

La muerte del P. Lorenzo Ricci

El cónclave para la elección del nuevo papa fue semejante al anterior. Las mismas maniobras, exclusiones y veladas promesas. El cardenal Juan Angel Braschi, no enteramente del gusto de las cortes borbónicas, fue el elegido el 15 de febrero de 1775, al 26° escrutinio, con unanimidad de votos. El nuevo pontífice, Pío VI, tomó una actitud de cierta independencia, pero de vaivén. Respecto a los jesuitas aseguró a los Borbones que no le correspondería innovar lo determinado por su antecesor. Quiso aliviar la prisión los ex jesuitas presos en Castel Sant ángelo, pero no se atrevió a hacerlo sin consultar antes al embajador de España. Al P. Ricci, ya enfermo, se le quitaron unas tablas que impedían la luz y el paso del aire; se le permitió, después de comer, un paseo por uno de los corredores, con un soldado de vista y bayoneta calada. Y en lugar de llevarle la comida fría, desde fuera del Castel Sant ángelo, se pudo un brasero para darle algo de calor y poder calentar la comida. Se aceptó que el ex-Hermano Luigi Orlandi pudiera asistirlo.

El 14 de noviembre el P. Ricci amaneció con fiebre. Vino el médico y lo sangró. Se agravó y el 19 de noviembre se le llevó el Viático. Entonces, frente a la Eucaristía, en presencia del alcaide, del Hermano Orlandi, de varios soldados y personas que habían acompañado al Sacramento, con voz alta y clara, pronunció una protesta, escrita por él de antemano y mandada antes a unas personas para que se conservara. “Considerándome a punto de presentarme ante el tribunal de la Verdad infalible y de la Justicia divina, después de discernimiento largo y maduro y de haber rogado a mi Redentor que no me deje caer en la pasión, especialmente en esta última acción de mi vida, ni en la amargura, ni en otro acto menos correcto; sino movido por mi deber de rendir justicia a la verdad y a la inocencia, hago estas declaraciones y protestas. Primero, declaro y protesto que la extinguida Compañía de Jesús no ha dado motivo alguno para su supresión. Lo declaro y protesto con la certeza que moralmente tiene un Superior bien informado de su Religión. Segundo, declaro y protesto, que yo no he dado motivo alguno para mi encarcelacion. Lo declaro y protesto con aquella suprema certeza y evidencia que cada uno tiene de sus propios actos. Hago esta protesta segunda sólo porque es necesaria para la reputación de la extinguida Compañía de Jesús de la cual he sido Prepósito General. No pretendo señalar como culpables a ninguno de los que han causado daño a la Compañía, pues los pensamientos de la mente y los sentimientos del corazón sólo Dios los conoce. El ve los errores del intelecto humano, y discierne si están libres de culpa. Como cristiano, protesto que, con la gracia de Dios, he perdonado y ahora nuevamente perdono a los que nos han quebrantado y condenado, primero con los agravios hechos a la Compañía de Jesús, después con su supresión y circunstancias que la acompañan, y finalmente con mi prisión, por la dureza y los prejuicios que se han hecho, y que son públicos y notorios, frente a todo el mundo. Ruego al Señor que perdone mis muchos pecados, por su piedad y misericordia, por los m‚ritos de Jesucristo; y que perdone a los autores y cooperadores de esos males y daños. Por fin ruego y conjuro a todos los que vean estas declaraciones y protestas que las hagan públicas ante el Mundo. Lorenzo Ricci, manu propia”.

Murió el 24 de noviembre de 1775 y fue enterrado en la iglesia del Gesù- al lado de sus predecesores en el Generalato.

La permanencia de la Compañía de Jesús en la antigua Polonia

El Breve, para tener valor, según el mismo Clemente XIV, debía ser notificado por los obispos en cada diócesis. Todos los gobiernos ordenaron la ejecución, cada cual a su manera: en Suiza, Alemania y Austria quedaron como diocesanos enseñando en sus mismos Colegios; en las antiguas colonias inglesas de América, igualmente.

Sólo Federico II de Prusia y Catalina II de Rusia se opusieron al Breve. El tratado de partición en Polonia lo habían firmado el 18 de septiembre de 1773 y conforme a él seis casas jesuitas, con 201 religiosos, quedaban en territorio ruso; y otras 7 casas de Silesia, con 79 jesuitas, en Prusia. Ninguno de los dos quería agitar a los nuevos súbditos católicos que insistían en tener a los jesuitas como a educadores de sus hijos.

Pero no fue fácil convencer a los jesuitas. Estos declararon que debían obedecer al Romano pontífice y correspondía ejecutar el doloroso Breve. Federico se mantuvo firme tres años, pero al fin cedió para que el Arzobispo de Breslau no tuviera problemas con Roma.

Catalina de Rusia fue m s tenaz. A las primeras noticias del Breve Catalina II envió órdenes al P. Estanislao Czerniewicz, Rector del Colegio Máximo de Polotsk, en Lituania: no debían cambiar nada, que ella los protegía y les arreglaría la situación en Roma. El 29 de septiembre de ese mismo año 1773, hizo emitir al obispo de Vilna, un decreto en virtud de obediencia, intimando a los jesuitas que al no estar promulgado el Breve de extinción en Polonia, la obligación de ellos era continuar como religiosos. Al disolverse el resto de la Provincia, el 25 de octubre, el P. Sobolewski, Provincial, debió constituir Viceprovincial al P. Czerniewicz por corresponderle conforme al cargo de Rector del Colegio Máximo. “El Señor te conceda dones copiosos de gracia para sostener en esa región los restos de la religión católica y de la Compañía”. De inmediato el P Czerniewicz se apresuró en escribir al nuncio José Garampi en Riga: “Estamos en grande aflicción; de una parte, la emperatriz nos ha intimado que quiere proteger a los jesuitas que estamos en sus estados; por otra, tememos ser acusados de desobediencia a la suprema autoridad de la Iglesia, a la cual deseamos someternos aunque muramos en la empresa”. Al mismo tiempo presentó un Memorial, dirigido a Catalina, exponiendo todas las razones que le inducían a pedir el permiso de disolución, insistiendo en la obediencia que se debe a la Santa Sede.

En enero de 1774, la emperatriz ordenó a los jesuitas que permanecieran en statu quo y que no volvieran a mencionar el Breve de supresión: “Creedme; el mismo Clemente XIV está contento de esta conservación”. El nuncio Garampi, después de mucho silencio, había dicho que el Breve obligaba en conciencia, pero como toda ley positiva en la imposibilidad no regia mientras no cesaran los impedimentos.

Conocida la elección del papa Pío VI, el P. Czerniewicz presentó a través del cardenal Carlo Rezzonico, sobrino de Clemente XIII, todas sus inquietudes. El 13 de enero de 1776, el Papa contestó enigmáticamente: “Ojalá que el resultado de tus oraciones sea feliz, como yo lo preveo y tú lo deseas”. Una nota anexa del cardenal explicaba que el Papa había acogido el memorial con clemencia, pero que no se debía esperar una respuesta más expresiva.

El Viceprovincial creyó entonces que podría abrir un noviciado. En tres años los jesuitas habían descendido de 201 a 150, a causa de las muertes y las salidas, por obedecer al Breve. Pero en el discernimiento los consultores creyeron necesario el permiso del Papa. El P. Czerniewicz pidió a Catalina que intercediera. Esta le dio seguridades y también dineros para iniciar la construcción. Catalina cumplió su palabra. Convenció al lituano Estanislao Siestrzencewicz, primer obispo católico en Rusia Blanca, con sede en Mohilev, para que en su viaje a Roma pidiera autoridad sobre todos los religiosos católicos de Rusia. El Vaticano dio amplios poderes por tres años. Catalina otorgó inmediatamente el placet imperial al documento romano y decidió aprovecharlo para que el obispo favoreciera a los jesuitas concediéndoles, el 30 de junio de 1779, la deseada erección canónica del Noviciado. El 2 de febrero de 1780 se inició en Polotsk con ocho novicios.

Viaje a Parma y Turín

El 16 de marzo de 1779 llegó a Turín Don Juan Pablo Aragón y Azlor, duque de Villahermosa, designado embajador de Carlos III ante la corte de Víctor Amadeo III. Lo acompañaba su esposa, doña María Manuela Pignatelli, hija del Conde de Fuentes. Y como los Padres José y Nicolás Pignatelli no los conocían solicitaron permiso al comisario español para visitarlos. Salieron en el mes de junio. Pasaron por Parma en donde fueron recibidos afectuosamente por el Duque Fernando de Borbón. Allí comenzó la amistad profunda entre el P. José Pignatelli y el Duque de Parma la que va a ser de enorme provecho para la Compañía de Jesús.

El 11 de julio llegaron a Turín. El duque recibió a los hermanos Pignatelli con grandes muestras de consideración y respeto. La duquesa trató las cosas de su alma con el tío y desde ese día se transformó en su hija espiritual. Los hermanos Pignatelli permanecieron en Turín hasta después del nacimiento y bautismo del primogénito de los duques.

Deseos de incorporarse a la Compañía en Rusia Blanca

A su regreso a Bolonia, supo las nuevas de la apertura del noviciado en Rusia Blanca. El embajador de España en Roma, Jerónimo Grimaldi, había puesto el grito en el cielo, y todos los ex-jesuitas hablaban del asunto. Pío VI parecía no querer dar importancia al hecho y decía que él había sido el primer sorprendido, pero que no podía retirar la licencia sin disgustar a la zarina. Todos decían que, en el fondo, el Papa aprobaba el renacer, pero que externamente disimulaba y mostraba lo contrario.

El P. José Pignatelli escribió al P. Estanislao Czerniewicz manifestando sus deseos de ser agregado a los jesuitas rusos. El P. Viceprovincial le conté las dificultades puestas por España y cómo había logrado la destrucción de la Compañía en Prusia. Por ello no convenía, por ahora, admitir a ningún jesuita súbdito de Carlos III.

Restauración parcial

La emperatriz Catalina II continuaba. En 1782 indicó al obispo Estanislao Siestrzencewicz que pediría al Papa la erección de un arzobispado católico en Mohilev y que entre tanto aprobara la convocación de la Congregaci¢n General de los jesuitas para que pudieran elegir un Vicario General. Catalina, de inmediato, obtuvo lo que pedía. La Congregación General se reunió con 30 profesos, dura desde el 11 al 18 de octubre de 1782; el 17 fue elegido Vicario General el P. Estanilao Czerniewicz.

La Santa Sede lo supo casi enseguida. Las protestas de España se presentaron de inmediato, pero el Papa no hizo nada: le pareció bien la creación del arzobispado y prometió negociar con Rusia la situación de los jesuitas. También supo que venía en camino Jan Benislawski, antiguo jesuita polaco y canónigo en Vilna como enviado oficial de Catalina.

El Vaticano observaba que los Borbones ya no eran los mismos: Carlos III se iba quedando solo; Luis XVI no iba al unísono; el infante-duque Fernando en Parma había cambiado; Fernando IV, el rey de Nápoles se mostraba también independiente. En Portugal después de la muerte del rey José Manuel I había subido su hija María y el marqués de Pombal, en desgracia, moría en la mayor soledad.

Pío VI recibió tres veces a Benislawski y discutió con él las propuestas rusas. En la última audiencia, el 12 de marzo de 1783, accedió a todo lo pedido por Catalina. Sobre el punto de que la Compañía continuara existiendo en Rusia, el Papa repitió tres veces: “doy mi aprobación”. Se acercaba, para los jesuitas, la fecha de los diez años del Breve de extinción y los diez años de la intransigencia de Catalina.

Poco después pasaron a Rusia, para reincorporarse en la Compañía, el P. Luigi Panizzoni y los hermanos José y Cayetano Angiolini.

Una espera anhelante

Con pena despidió a sus amigos italianos, que no ocasionan angustias a la Compañía. Él quedará en Italia; ése es el deseo del Vicario General.

El P. Pignatelli hizo otro viaje a Turín a visitar a su sobrina y al duque de Villahermosa. Se detuvo en Parma, ida y regreso; la amistad con el duque Fernando era importante para el futuro restablecimiento de la Compañía.

En 1785 acompaña su sobrina, enferma, hasta Montpellier en Francia. En Annecy visitó los restos de San Francisco de Sales y de Santa Juana Francisca de Chantal. Para el P. José Pignatelli era muy importante esta peregrinación porque la devoción al Corazón de Cristo, a quien los ex-jesuitas encomendaban el restablecimiento total de la Compañía, se había afianzado en la Orden de la Visitación fundada por esos dos santos.

Siempre atento a las noticias que venían de Rusia Blanca supo que el 18 de julio de 1785 había muerto el P. Estanislao Czerniewicz y que poco más de dos meses después había sido elegido en Congregación General como Vicario General el P. Gabriel Lenkiewicz, lituano de 63 años.

Por encargo del comisario español en Bolonia, Luis Gnecco, debió intervenir, en los tristes asuntos de su hermano Nicolás Pignatelli. Las deudas y los no pagos de éste lo hicieron caer en prisión. El P. Os‚ debió administrar los ingresos y empezar a cancelar las deudas de su hermano. Su amor fraternal no siempre fue comprendido por Nicolás. Pero José perseveró años en su ayuda, una década, hasta la muerte de Nicolás en Venecia en sus brazos.

La noche del 13 al 14 de diciembre de 1788 murió en Madrid el rey Carlos III. Hubo muchas esperanzas entre los ex-jesuitas, españoles y americanos, de poder volver a la patria y restablecer la Compañía. Sin embargo Carlos IV decidió seguir en todo, aconsejado por José Moñino, la política de su padre. La duquesa de Villahermosa hizo lo posible por obtener la licencia real para que su tío pudiera regresar a España, pero se estrelló contra la resistencia de Moñino.

La restauración en el Ducado de Parma

José Moñino, conde de Floridablanca, primer ministro de Carlos IV, fue exonerado de su cargo el 28 de febrero de 1792. Pero si en España su caída no produjo ningún cambio favorable a la causa de la Compañía, no sucedió lo mismo en el ducado de Parma. El duque Fernando I llamó a varios ex-jesuitas los que celebraron en Parma la fiesta de San Luis Gonzaga en la iglesia del colegio de la Compañía de Jesús que desde la expulsión en 1768 hasta 1792 había estado cerrada.

El P. José Pignatelli no tomó parte directa de este primer grupo por estar entregado a la atención de los numerosos eclesiásticos que buscaron refugio en Bolonia huyendo de Niza y Saboya después de la gran Revolución en Francia. El número de esos sacerdotes franceses llegó a 1.200 y, prácticamente, casi todos fueron acogidos por los ex-jesuitas.

El 21 de enero de 1793 subió al cadalso el rey Luis XVI de Francia y a los pocos meses también hizo lo mismo la reina María Antonieta. El duque Fernando de Parma quedó helado: María Amalia, su esposa, era hermana de la reina de Francia y el rey Luis pariente muy cercano. Urgía, pues, educar a los jóvenes y para librarlos del contagio de la revolución había que volver a abrir los colegios de los jesuitas. En marzo de 1793 escribió a Pío VI que entregaba a los ex-jesuitas sus antiguos Colegios de Parma, Piacenza y Colorno.

El 23 de junio de 1793 el duque Fernando escribió al Vicario General de la Compañía y a Catalina II. Pidió que se le enviara desde Rusia Blanca un jesuita con poderes para incorporar a la Compañía, lo antes posible, a los ex-jesuitas que anhelaban hacerlo en el Ducado. El Vicario General destinó a Parma a los italianos PP. Antonio Messerati, como Viceprovincial, Luigi Panizzoni y Bernardo Scordialó, griego. Salieron en los últimos días del año, cruzaron Alemania con los caminos cubiertos de nieve y llegaron a Parma al comenzar febrero de 1794.

Tentativas de restauración en Nápoles

Hacia fines de 1795 el P. José Pignatelli viajó al reino de Nápoles. Había ido otras dos veces: en 1794 y en marzo de ese mismo año 1795. El motivo oficial de los viajes eran el visitar a su hermana la condesa de la Acerra, anciana y enferma, pero el principal fin que lo movía era explorar el ánimo de los reyes Fernando IV, el mismo que había expulsado a los jesuitas, y el de su esposa María Carolina, hermana de la reina de Francia María Antonieta y de María Amalia duquesa de Parma.

En 1796 el P. José Pignatelli regresa a Bolonia. Napoleón Bonaparte ha ingresado a los Estados Pontificios el 19 de junio y ha tomado la ciudad. Como siempre el buen P. José se desvive por sus hermanos jesuitas que necesitan su apoyo. Desde ahí corre también a Ferrara que ha tenido la misma suerte en manos de las tropas de Napoleón. En abril de 1797 deja convenida con el gobierno de las dos ciudades la situación de los ex jesuitas.

De inmediato viaja a Parma. Sabe que el P. Antonio Messerati ha muerto el 28 de diciembre de 1796 y que ha sido nombrado Viceprovincial el P. Luigi Panizzoni. Con él conversa el asunto de la restauración en Nápoles y provisto de las instrucciones necesarias regresó a Bolonia y de ahí a Nápoles.

Pignatelli de nuevo jesuita

Conforme a las indicaciones emanadas por la Congregación General celebrada en Polotsk en 1785, el P. José Pignatelli decidió que había llegado la fecha para renovar la profesión solemne de sus votos en la Compañía de Jesús y así incorporarse nuevamente a ella. Según el P. Luis Mozzi, quien fue su discípulo, consejero y amigo, el P. José Pignatelli trató este asunto en audiencia privada con el Papa.

El 6 de julio de 1797, en la capilla privada de su casa de Bolonia, renovó la profesión de 4 votos en manos del P. Panizzoni.

Ya jesuita, casi de inmediato viajó a Nápoles para visitar a su hermana, la condesa de la Acerra, y tratar los asuntos de la Compañía con los reyes. No llegó a acuerdo con los ministros, pues éstos aceptaban el restablecer la Compañía, pero la querían independiente de la de Rusia Blanca; y este punto era vital para el P. Pignatelli.

Napoleón, Pío VI y José Pignatelli

Napoleón Bonaparte había cruzado el río Po y había ocupado Ferrara y Bolonia, en los Estados Pontificios. Pío VI firmó obligadamente un armisticio el 23 de junio de 1796. Sin embargo, el general francés denuncia el armisticio el 1 de febrero de 1797 y emprendió su marcha hacia Roma. En Tolentino, Pío VI debió firmar un tratado de paz muy gravoso; cedió definitivamente a Francia las ciudades de Aviñón, Bolonia y la Romaña; debió entregar muchas obras de arte y manuscritos, y comprometerse a cancelar la enorme suma de quince millones. Y hasta el cumplimiento de las condiciones, las tropas francesas ocuparán al país.

El 10 de febrero de 1798, Napoleón hizo ocupar la ciudad de Roma, exigió la entrega de Castel Sant ángelo y el día 15 proclamó la república. El Papa fue llevado a Siena y de ahí a la cartuja de Florencia.

A mediados de julio de 1798, el P. José Pignatelli viajó a Florencia y pudo entrevistarse con el Papa. Era portador de unos dineros, de su sobrina la duquesa de Villahermosa, para Pío VI. Nuevamente obtuvo una aprobación oral de la Compañía de Jesús, tal como estaba en Rusia; pero el Papa, por temor a Espa¤a, no cedió a la petici¢n de una total restauración.

Al regresar a Parma, el P. José Pignatelli fue destinado al Convictorio de San Roque, única casa donde se ejercían los ministerios espirituales con adultos.

En marzo de 1799, Napoleón Bonaparte decidió sacar al Papa de Italia y llevarlo a Valence, en Francia. En su viaje debió pasar por Parma a donde llegó enfermo el 1 de abril. El P. Pignatelli nuevamente pudo visitarlo y entregarle una gruesa suma de dinero enviada por la duquesa de Villahermosa y trató con ‚l el proyecto de abrir un noviciado jesuita en el Ducado. El Papa dio el permiso en forma oral y pidió que nadie llevara otro hábito sino el de los diocesanos. Las tropas francesas obligaron al duque de Parma, bajo amenaza de ocupar su territorio, a trasladar al Papa hasta Turín.

El Papa falleció el 29 de agosto de 1799 en Valence, Francia, donde el Directorio francés lo tenía prisionero.

El noviciado jesuita de Colorno

Conseguido el permiso del Papa, en el mes de julio de 1799 está ya el P. Luigi Panizzoni en Polostk tratando el asunto con el Vicario General de la Compañía.

La fundación del Noviciado se hizo con una renta asignada por el duque y con la generosidad de la condesa de la Acerra y de la duquesa de Villahermosa. Los Padres Dominicos cedieron el antiguo Convento de San Esteban que ellos habían cerrado en la villa de Colorno, residencia ordinaria del duque.

El P. Panizzoni nombró en noviembre de 1799 al P. José Pignatelli como Rector y Maestro de los seis novicios que esperaban, desde hacía un tiempo, la admisión. Era, por cierto, un noviciado especial. La Compañía de Jesús no había sido oficialmente reconocida, sino permitida. La conexión con ella no podía tener valor sino en el fuero interno. Los novicios de Colorno, al término de su probación, sólo harían votos estrictamente privados. La preparación la dará el Maestro, pero los votos definitivos del bienio los emitirán en Rusia.

El P. Pignatelli restableció en Colorno todas las tradiciones de los antiguos noviciados jesuitas. Dio especial prioridad al mes de Ejercicios que él a cada uno dirigía en forma personal. Las experiencias ignacianas en hospitales y trabajos humildes se establecieron desde el primer momento. Supo cambiar la peregrinación, tal vez era inoportuno mostrar demasiado a los nuevos jesuitas, por la visita frecuente a los presos en la cárcel. El apostolado, lo sabía bien el P. Pignatelli, debía ser esencial: la espiritualidad ignaciana lo exigía como indispensable. La explicación de las Constituciones, la historia de la Compañía y la vida de los Santos jesuitas eran los cursos que impartía con el mayor cariño. Le ayudaba en la formación el P. Luis Fortis quien será futuro General de la Compañía.

El Papa de la restauración

La situación de la Iglesia a la muerte del Papa aparecía extraordinariamente grave: Roma estaba ocupada y los cardenales todos dispersos. El cónclave se reunió en Venecia como el sitio más seguro.

A fines de noviembre de 1799 estaban en la ciudad ducal 35 cardenales y el 14 de marzo de 1800 eligieron al Cardenal Gregorio Bernabé Chiaramonti quien tomó el nombre de Pío VII. Este cardenal era el Obispo de la ciudad de Ímola donde estaban exiliados los ex-jesuitas de Chile. Y como había sido cariñoso con ellos, toda la extinguida Compañía miró su elección como una gracia especial del Señor.

En Rusia había muerto Catalina, pero el zar Paulo I seguía los pasos de su madre. Desde el 12 de febrero de 1799 era Vicario General el también lituano Franciszek Kareu elegido a los 64 años. El zar le había entregado en San Petersburgo la Iglesia de Santa Catalina y había iniciado allí un Colegio.

Mientras estaba todavía en la ciudad de las lagunas, Pío VII recibió en audiencia al P. Luigi Panizzoni. Le expresó al jesuita que el Papa apoyaba la defensa que hacía el duque Fernando en favor de la restauración y que le delegaba a él para que trasmitiera la bendición apostólica a Polotsk y diese al P. Kareu una reliquia de la vera cruz.

El P. Vicario General escribió entonces una súplica en la cual, después de narrar sucintamente todo lo ocurrido desde el Breve de Clemente XIV, pedía la concesión de un Breve apostólico en el que se aprobara pública y oficialmente la existencia canónica de la Compañía en Rusia. Y para apoyar su petición pidió y obtuvo, sin dificultad, una carta del zar Paulo I. Los dos documentos llegaron a Roma el 11 de agosto de 1800. España reaccionó rápida y acaloradamente. El Papa estaba decidido a la restauración, pero, por el bien de la Iglesia, creyó que era necesario contar con la benevolencia de la corona española. Escribió a Carlos IV una carta informándole que se proponía aprobar, formalmente, a la Compañía de Jesús en Rusia.

El 7 de marzo de 1801 el Papa expidió el Breve Catholicae Fidei, desvaneciendo así todos los escrúpulos de los ex-jesuitas acerca de la rectitud canónica de la Compañía que vivía en Rusia. El P. Franciszek Kareu fue reconocido como Prepósito General de la Compañía de Jesús. La restauración se hizo sólo para los territorios del imperio ruso, pero tuvo la virtud de suscitar sobre Polotsk una verdadera ola de peticiones para ingresar en la Compañía de Jesús en Rusia proveniente de personas y grupos de Europa y hasta de los Estados Unidos de América.

Provincial en Italia

El P. Franciszek Kareu murió el 11 de agosto de 1802 y fue sucedido por un hombre dotado de grandes cualidades personales, el austríaco Gabriel Gruber de 61 años. Una de sus primeras medidas fue enviar un Procurador general a Roma para conseguir la ansiada restauración universal de la Compañía. Este fue el italiano Cayetano Angiolini. Él trajo la carta del General, fechada el 7 de mayo de 1803, nombrando al P. José Pignatelli como Provincial de Italia en reemplazo del P. Luigi Panizzoni.

La tarea primera del nuevo Provincial fue la de afrontar la situación de sus jesuitas al ocupar las tropas francesas el Ducado de Parma y que exigieron la salida de la Compañía.

La negociación con el rey Fernando IV, en Nápoles, para lograr el restablecimiento de la Compañía en el Reino de las Dos Sicilias fue dura y le significó entregar toda su persona a esta tarea que le resultaba tan querida. El Vaticano para dictar un Breve, semejante al ruso, exigía del rey un documento formal dirigido al Papa Pío VII pidiendo la restauración. El P. José Pignatelli fue recibido en Roma cariñosamente por Pío VII quien lo animó en la tarea. En Nápoles hizo mil gestiones. Al fin el camino fue allanado. El 30 de julio de 1804 el Breve Per alias, de Pío VII, dirigido al P. Gabriel Gruber, extendió a las Dos Sicilias el Breve Catholicae fidei dado a la Compañía establecida en Rusia.

El trabajo del P. José Pignatelli se agigantó. Agregó a numerosos ex-jesuitas a la Compañía y abrió las casas de la Compañía: el Colegio de Nápoles, la Iglesia del Gesù, la Casa profesa, la Casa de Ejercicios, el Colegio para los formandos y el Noviciado. En el Gesù Nuovo llegó a reunir hasta 150 jesuitas: italianos, españoles, portugueses, alemanes, franceses y americanos; con gran armonía y contento de todos.

Para afianzar la obra y conseguir entre sus numerosos súbditos el genuino espíritu de la Compañía, creyó oportuno un viaje del P. Gabriel Gruber a Italia. El Padre General aceptó la invitación, pero no pudo llevarla a cabo debido a su repentina muerte en la lejana San Petersburgo el 7 de abril de 1805.

A la isla de Sicilia, el P. Pignatelli logró que los jesuitas volvieran rápidamente. El 30 de abril de 1805 llegaban a Palermo treinta de ellos para reabrir, después de 37 años de ausencia, el Colegio y la Iglesia de la Compañía.

El gobierno jesuita del P. Pignatelli

La organización externa de las comunidades aparece como la obra principal. Sin embargo, la interna y espiritual fue la m s importante. Los que volvían a la Compañía eran hombres que habían vivido más de 30 años fuera de ella, sin vida comunitaria, sin obediencia religiosa y con la administración de sus propios bienes. Muchos de ellos no habían continuado leyendo o estudiando. Casi todos eran muy mayores y las enfermedades no les permitían llevar la misma vida de los que entraban a la Orden.

Y éste fue uno de los méritos más valiosos del P. Pignatelli: la caridad para recibir, el entusiasmo para animar, el cuidado para proveer a todos y la suavidad para hacer revivir el espíritu jesuita. Los Ejercicios de San Ignacio que los recién llegados hacían con amor eran el arma principal. El P. Pignatelli hizo imprimir el Sumario de las Constituciones, las Reglas Comunes de la Compañía y la Carta de la Obediencia de San Ignacio para reiniciar la lectura mensual que a esos venerables ancianos les había sido tan familiar.

Para los Colegios hizo imprimir el Ratio Studiorum para aplicarlo y para estudiar una adaptación a la nueva pedagogía que hacía su aparición en Europa después de la Revolución en Francia y las ideas napoleónicas.

La elección del nuevo General

El convocar una Congregación para elegir al nuevo Prepósito General fue una empresa difícil. El zar Alejandro puso dificultades y demoró los plazos. La Provincia de las Dos Sicilias estuvo representada en las personas de sus delegados. En esto último tuvo un rol importante el P. Pignatelli: se opuso a los planes del P. Cayetano Angiolini, Procurador general nombrado por el P. Gruber que deseaba una Congregaci¢n celebrada en Roma. Al fin, en Polotsk, la Congregación eligió el 14 de septiembre de 1805 al P. Tadeo Brzozowski, un polaco de 56 años.

Inmediatamente, el 27 de septiembre de 1805, el nuevo General escribió una carta al P. José Pignatelli. Lo confirmó en su cargo de Provincial y le dio autoridad para dejar señalado por sucesor, en caso de muerte, a quien juzgare idóneo.

Expulsión de Nápoles

Las tropas francesas estaban en Italia desde 1796. Al ser coronado Napoleón como Emperador sus ejércitos avanzaron. En enero de 1806 estuvieron en Nápoles. El rey con su familia y el gobierno se refugiaron en Sicilia. José Bonaparte entró triunfante en la ciudad.

Los jesuitas no tardaron en sentir los efectos de la invasión. En abril debieron empadronarse y en junio se dio orden perentoria de prestar juramento de fidelidad al nuevo rey. El día 3 de julio las autoridades francesas notificaron al P. Pignatelli la orden de disolución ordenando a los napolitanos volver a sus casas y a los extranjeros salir del país en veinticuatro horas. El Provincial con inteligencia logró mayores plazos. Organizó la salida de los jesuitas, entregó a la condesa de la Acerra los restos del recién beatificado Francisco de Jerónimo y partió hacia Roma el 8 de julio. Los jesuitas de Sicilia quedaron tranquilos.

Desterrado en Roma

Al llegar a Roma fue recibido por Pío VII quien le cedió habitaciones para los desterrados en el Colegio Romano y en la Residencia del Gesù. Allí se instalaron provisoriamente los casi 90 jesuitas extranjeros que venían de Nápoles.

En los meses siguientes abrió Colegio, Noviciado y Casa de formación en la ciudad de Orvieto y también en Tívoli donde reincorporó a la Compañía a un grupo de ex-jesuitas americanos. Estableció Residencias y Colegios en otras diócesis de los Estados Pontificios. En una muy pobre casa de Roma, Nuestra Señora del Buen Consejo, reunió a los sacerdotes que debían hacer la Tercera Probación.

La estadía del P. José Pignatelli la aprovecharon al máximo los jesuitas del exterior. Ellos le encomendaban sus negocios ante la Santa Sede. No sólo el General de la Compañía desde San Petersburgo, sino también los jesuitas ingleses y los de América del Norte a quienes no se les había intimado el Breve de supresión y habían obtenido la agregación a la Compañía de Rusia.

La prisión del Papa

El 2 de febrero de 1808 llegaron las tropas francesas a Roma; ocuparon el Castel Sant ángelo y los puestos militares; el Quirinal, donde residía el Sumo Pontífice quedó rodeado por ocho piezas de artillería. El 10 de junio del año siguiente se anunció el fin del poder temporal del Papa y se decretó la anexión de Roma al Imperio francés. El 6 de julio el Papa fue tomado prisionero y llevado primero a Savona.

En varias ocasiones el P. Pignatelli había tratado con el Pontífice la restauración universal de la Compañía. Así lo afirma el mismo General de la Compañía, el P. Tadeo Brzozowski, en carta fechada el 17 de abril de 1811 y dirigida al Superior del Colegio de Georgetown en América; lo mismo escribe el 21 de julio de 1811 al Rector jesuita del Colegio de Stonyhurst en Inglaterra. “Antes que el Papa fuese llevado a Savona, sé que el Santo Padre había ordenado al P. Pignatelli que no permitiese la dispersión de los Nuestros, porque quería dar una bula de restablecimiento universal”.

Antes y después de la prisión del Papa el P. José Pignatelli se movió incansablemente para que las autoridades francesas no perturbaran a los jesuitas de Roma. Las nuevas autoridades insistían en que los extranjeros debían prestar juramento de fidelidad; y Pignatelli contestaba que los incorporados a la Compañía no estaban obligados a ello porque habían sido declarados no súbditos por sus antiguos monarcas.

Muchas de las ayudas económicas que recibía el P. Pignatelli fueron destinadas a aliviar las penurias del Papa, de cardenales y sacerdotes. El y sus súbditos carecían muchas veces de lo indispensable, pero su preocupación era la persona del Sumo Pontífice.

La preparación para la vida eterna

Entre sus notas espirituales hemos encontrado lo siguiente: Tres deben ser las preparaciones para la muerte: remota, próxima e intermedia. La remota es la vida santa y fervorosa; la próxima son los actos que debo practicar cuando esté en peligro y en artículo de muerte; la intermedia son esos mismos actos que deber‚ frecuentemente repetir cuando esté sano y me sean más fáciles de hacer.

Este plan que se trazó, fue en verdad el que se esmeró en cumplir. Y si en su humildad, él no lo reconoce jamás; las personas que estuvieron cerca de él lo atestiguan. Sabemos por las declaraciones de muchos testigos de su amor profundo al Corazón de Jesucristo, a María, a la Iglesia, al Papa, a la Compañía y a sus Santos. Todos ellos afirman el extraordinario amor y dedicación hacia los que habían sido sus hermanos en la Compañía, a los que se reincorporaban y a los que ingresaban por primera vez. A esta tarea dirigió anhelos, ofreció sufrimientos y oraciones, empleó sus condiciones personales, gastó energía sin escatimar esfuerzos. Y en su corazón gastado acariciaba siempre la idea del restablecimiento universal de su madre la Compañía de Jesús. Así vivió los dos últimos años de su vida.

En octubre de 1811, conoció que su peregrinación tocaba a su fin. Su amigo, el P. Luigi Panizzoni, quien lo había reincorporado en la Compañía vivía en la misma Casa de Nuestra Señora del Buen Consejo. El P. Pignatelli, conforme a la facultad que tenía del P. General, nombró Provincial al P. Panizzoni y él se dispuso a morir. Murió a los 74 años de edad el 15 de noviembre de 1811.

El Papa Pío XI lo beatificó en la Basílica de San Pedro el 21 de mayo de 1933, en el Año Santo de la Redención. El Papa Pío XII lo canonizó el 12 de junio de 1954 y lo llamó Restaurador de la Compañía de Jesús.

La glorificación

Sus funerales los hicieron los jesuitas en la humilde iglesia de Nuestra Señora del Buen Consejo y allí mismo fue sepultado. Se tuvo cuidado de que no hubiera mucha gente por temor a poner en peligro la vida misma de la comunidad que había pasado inadvertida a las autoridades francesas.

La Compañía de Jesús, en Rusia Blanca, Sicilia y Roma, siguió con inquietud creciente la humillación y suerte del Papa. En 1812 Napoleón llevó al cautivo Pío VII a Fontainebleau, en el corazón de Francia. Allí estuvo hasta abril de 1814 en que el Emperador fue derrotado por las potencias europeas que se habían aliado en su contra.

El Papa entró a Roma el 24 de mayo de 1814 y, como parte de su esfuerzo hacia la reconstrucción religiosa del continente, determinó restaurar la Compañía en todo el mundo. Recibió en audiencia, de inmediato, al P. Luigi Panizzoni y trató con él los términos de la Bula que ordenaba redactar. La Bula Sollicitudo Omnium Ecclesiarum no pudo estar lista para el 31 de julio, fiesta de San Ignacio, pero sí el 7 de agosto, día de su octava. Ese día, en el altar de San Ignacio en la Iglesia del Gesù, Pío VII ofreció el Sacrificio de la Misa. Después, en presencia de una inmensa multitud, incluyendo cardenales, realeza y cerca de 150 miembros de la antigua Compañía hizo leer solemnemente la Bula y la entreg¢ al P. Luigi Panizzoni. Después, uno a uno, el Papa, con gran cariño, saludó a los ancianos jesuitas que lloraban de consuelo y a los jóvenes que miraban sonrientes.

Los jesuitas no olvidaron al verdadero artífice de la vida restaurada de la Compañía. El P. General, Tadeo Brzozowski, deseó trasladarse a Roma y presidir el traslado de los restos del P. José Pignatelli. Pero el gobierno ruso no permitió al P. General que saliera de San Petersburgo. Con permiso del Papa, los restos fueron trasladados en 1817 a la Iglesia del Gesù- y sepultados en la sepultura de los Padres Generales.

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