¿Somos seres sexuados o somos seres sexuales?


¿SOMOS SERES SEXUADOS, O SOMOS SERES SEXUALES?
Por Álvaro Molina

Imaginen que un hombre recién graduado de policía, al recibir su arma de reglamento, lo primero que hace es salir a la calle y comenzar a disparar, hiriendo a quien encuentre, sin discriminación aparente. Cuando finalmente se le detiene y se le interroga sobre lo que hizo, el hombre contesta que las armas son para ser disparadas y que por eso el solo hizo lo que debía hacerse. Este hipotético caso suena a cosa de locos, pero esa es justamente la mentalidad que el mundo nos quiere programar sobre la sexualidad humana.

Vivimos en un mundo híper sexualizado, donde el mensaje sobre las relaciones de pareja siempre es el mismo: lo que más importa en una relación es el sexo. Así es como muchas parejas incluso se casan, pensando que lo culminante en toda relación es el asunto sexual. Luego encuentran que no son compatibles en el resto de los aspectos, que tienen diferencias irreconciliables en muchas cosas de sus vidas, y finalmente descubren que también en lo sexual tienen enormes diferencias. Todo por haber malgastado el tiempo del noviazgo, que era el tiempo para conocerse como personas, en relaciones sexuales.

El cine, la TV, la radio, la música, la literatura, todo está plagado de una hiper sexualización, con el fin de hacer pensar que lo que importa es lo sensual, las emociones, el sexo. Ya no podemos hablar de pornografía y pensar únicamente en la que existe en los sitios web, con escenas y videos más que explícitos. También la tenemos en diferentes niveles, particularmente en la música conocida como reggaetón, con canciones cuyas letras están cargadas de un alto e indebido contenido sexual. El reggaetón programa a los jóvenes subliminalmente para que, por medio de las letras de esas canciones, se pongan a pensar que el sexo es la felicidad, que el sexo es lo único que importa en una relación, que el sexo está por encima de todo, incluso de las cosas de Dios.

También tenemos el cine, las telenovelas, los programas de radio, programas de TV, en los cuales no escapan ni siquiera los niños cuando en sus acostumbrados dibujos animados de pronto aparecen varoncitos, vestidos como niña pero que claramente se ve que son varones, pero que dicen que tienen derecho a ser princesas. Esto último ya es un tema de sexualidad torcida, fruto de la ideología de género. Pero ese es otro tema para otro día.

¿Dios nos hizo sexuados o sexuales? ¿Cuál es la diferencia? Sin dar más rodeos, somos seres sexuados, es decir que tenemos sexo, claramente definido desde el momento de la concepción. No somos seres sexuales, es decir que nosotros tenemos sexo para dominarlo, para controlarlo, y no al revés, porque no somos solamente sexo. Ya sea que se trate de un varón o de una dama, el sexo no es lo que los controla, ni la única característica que los define, sino que el sexo es apenas una pequeña parte de un inmenso cúmulo de cosas que al final nos definen como personas. Léase bien que estamos hablando de sexo, no de preferencias sexuales, que es una cosa totalmente aparte de este asunto. Y para quienes crean que pueden refutar mencionando el caso de personas que nacen hermafroditas, recuerden que esas son raras excepciones, que jamás se convertirán en la norma, y que de todas formas esas personas siempre tendrán características que los definen hacia uno de los dos sexos.

Contrario a todo lo que el mundo propone, tenemos que dejar de pensar que el sexo lo es todo. El sexo no es algo para ser trivializado, ni reducido a una mera función como comer o dormir. El sexo es un don de Dios, algo que nos ha sido dado para usarlo con responsabilidad, de manera que argumentos como “mi sexualidad es mía, mi cuerpo es mío, mi intimidad es cosa mía” son sofismas que debemos dejar atrás. El sexo no viene de nosotros, viene de Dios. Es un don, por ende es algo sobre lo que Dios nos pedirá cuentas. El sexo es uno de los dones, y Dios verá cuáles obras hicimos con el. Es importante aclarar que tener relaciones sexuales no es una de esas obras. Tampoco es tener hijos, ya que eso corresponde únicamente al sacramento del matrimonio. La obra que Dios evaluará sobre el don del sexo es cuánto lo logramos respetar.

Nuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo. El sexo es parte de estos templos. Si eres varón y tienes sexo con una mujer diferente cada semana, ¿Dónde está el valor que le das al divino don del sexo? ¿Dónde está el sacro respeto hacia tu propio cuerpo, por ser templo del Espíritu Santo? ¿Dónde está Cristo en tu sexualidad? ¿O es que Cristo es Señor de tu vida, menos de tu vida sexual? Porque si ese es el caso, entonces no tienes a Cristo como el Señor de tu vida, lo tienes como un mayordomo con poderes limitados, con puertas que Él no tiene permiso de abrir. Y las mismas preguntas van para las damas, que dicen creer en Cristo, pero que se van a la cama con quien les place.

No porque alguien ponga un arma en nuestras manos, significa que entonces tenemos que empezar a disparar, porque sí. No porque somos sexuados, significa que tenemos que empezar a tener relaciones sexuales de manera indiscriminada, sin freno ni control. Tenemos que dominarnos. El sexo es para cuidarlo, para usarlo responsablemente, dentro del sagrado vínculo matrimonial, e incluso estando dentro de ese vínculo nunca debemos olvidar que no todo es lícito, solo por estar casados. Justamente dentro del matrimonio es donde más se debe cuidar el don del sexo. No por estar casados nuestros cuerpos dejan de ser templos del Espíritu Santo. Nunca olvidemos que incluso desde antes de nacer, el sexo no nos pertenece, sino que nos es dado por Dios, para cuidarlo. El llegar a la adultez no cambia eso, y casarse tampoco.

En una relación de pareja el sexo no es lo más importante. Tampoco lo es la economía, ni la apariencia física de los cónyuges. Lo más importante en toda relación de pareja, sea de noviazgo o matrimonial, es Cristo. Si Cristo no está presente en esas relaciones, entonces no le echemos la culpa al sacramento del matrimonio cuando las cosas vayan mal. Tampoco cometamos la osadía de culpar a Dios de nuestras propias decisiones equivocadas.

Hoy tenemos propagación de enfermedades de transmisión sexual, embarazos en adolescentes, adulterio, fornicación, y tantos males más, relacionados con el irrespeto al divino don del sexo. Aquí debe notarse que los métodos anticonceptivos, sean condones o pastillas, tienen aumentos en sus ventas cada año. Y de igual forma todos los problemas mencionados también tienen aumentos cada año. Ahí queda comprobado que condones y pastillas no solucionan nada. La culpa no es de la Iglesia Católica por prohibir el uso de condones y anticonceptivos. La culpa es de cada uno de nosotros cuando decidimos ignorar a la Iglesia, que nos dice que la castidad es la solución a todos esos problemas. Noviazgo casto, hasta el matrimonio. Luego matrimonio fiel hasta la muerte. Con solo obedecer esas dos directrices de la Iglesia, se acabarían tantos problemas.

Cuando dejemos de escuchar al mundo, que nos dice que el sexo es lo fundamental, que tener picantes relaciones sexuales es lo máximo y lo único que importa, que nada pasa si tan solo te pones un condón, entonces las cosas cambiarán a mejor. Claro que no cambiarán de inmediato. Es simplemente obvio que las adolescentes embarazadas tendrán que dar a luz, los adúlteros que destruyeron sus matrimonios tendrán que ver qué hacer con sus vidas. Pero si educamos a nuestros niños y jóvenes desde ya, para que vivan en castidad y en santidad, para que cuiden el divino don del sexo, ese necesario cambio se dará. El año entrante habrá menos adolescentes embarazadas, y el siguiente habrá aún menos, y así hasta que ese problema se reduzca a una mínima expresión. Lo mismo pasará con todos los otros males producto del irrespeto al divino don del sexo.

Empecemos ahora, y empecemos nosotros. No esperemos a que lo hagan los maestros, o los sacerdotes. Nos toca a nosotros, los padres de familia.


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