Amarres de amor. ¿Puedo atar a una persona para siempre?



Una vez, mientras escuchaba en la radio a una señora que daba a su auditorio lecciones prácticas de seducción y a otra más que hablaba sobre los amarres de amor, yo me puse a concebir ideas como éstas, que me endilgaba a mí mismo:

“No hay manera de provocar el amor, no hay ninguna manera. Aquí la cosmética no sirve de nada. Se ama o no se ama, se gusta o no. Si comprendiéramos esto, el mundo aún tendría esperanzas de durar”.

Pero se producen zapatos, camisas, perfumes, potingues, corbatas, pulseras, abrigos y autos a ritmos vertiginosos con el único fin de hacernos creer que se puede, con eso, impresionar o seducir a los demás.

¿La seducción provoca el amor?

La sabiduría de la vida consiste, sin embargo, en no engañarnos. ¿Qué puede hacer un auto, un perfume o un lápiz labial para suscitar el amor?

El amor es gracia, puro don, y el que crea poder provocarlo o producirlo quedará siempre al final con un palmo de narices. Saber esto, aceptar esto, tendría que hacernos más naturales, y también más resignados.

La señora de la radio hablaba ahora de lencería erótica, y yo no pude menos de esbozar una sonrisa dolorosa.

¡Si poniéndonos todas esas cosas pudiéramos ser un poco más amados, qué fácil sería la vida! Todos nuestros problemas se reducirían entonces a saber qué colores nos hacen parecer más atractivos…

¿Se puede atar a una persona?

En otra sección del mismo programa –es decir, diez minutos más tarde–, una invitada de honor –bruja de profesión– hablaba de amarres de amor y cosas por el estilo. Por lo menos, eso decía: amarres aquí, amarres allá… Recuerdo, más o menos, sus palabras:

–Estimada amiga que me escuchas: no te fíes demasiado en ti misma; o, por lo menos, no te confíes. ¡Hay por lo menos diez mujeres a tu alrededor que ya le han echado el ojo a tu marido! Y, claro, ya sabes: con los hombres no hay remedio… Tienes, pues, que recurrir no sólo a la seducción, sino también a los poderes sobrenaturales para tenerlo bien quietecito a un lado tuyo. ¿Cómo vas a permitir que te lo quiten otras? Mira, si quieres sujetarlo a ti , te explico lo que tienes que hacer…

Y entonces yo cambié de estación. ¡Como si se pudiera retener a alguien a base de hechicerías! Los embrujos nada pueden contra la libertad…

Querer enmendar el plan de Dios

Mi madre casi no se maquillaba –escribe Tahar Ben Jelloun en un hermoso libro autobiográfico–. Nunca se compró una barra de labios de marca. Cuando gozaba de buena salud, utilizaba un producto artesano que le coloreaba excesivamente de rosa las mejillas. Ella no sabe lo que es el maquillaje, los polvos para la cara ni las cremas antiarrugas. Le contaron que una de sus sobrinas se había retocado la nariz y el pecho. Se rió y pidió a Dios que la perdonara. ¿Cómo enmendar la obra de Dios? Aquello era una herejía. Luego añadió: ‘¡Por eso ha envejecido de pronto, es un castigo divino!’ ” (Mi madre).

Quizá la madre del escritor exagerara un poco, pero en su queja hay un fondo de verdad; en efecto, ¿cómo cambiarnos a nosotros mismos?, ¿cómo enmendarle la plana a Dios? No, no, no se trata de tomárnosla contra los perfumes o los maquillajes; se trata, humildemente, de no esperar demasiado de ellos, de no exigirles lo que de ningún modo pueden darnos.

¿Queremos ser amados? Pero en esto los embrujos tampoco sirven de nada. En realidad, para ser amados sólo existe un remedio: hacerse amables, hacernos dignos de amor.

El P. Juan Jesús Priego es director de Comunicación de la Arquidiócesis de San Luis Potosí.



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