Enemigos ardientes a morir eran los batallones estadounidenses y alemanes durante la II Guerra Mundial, pero una situación crítica les llevó a dejar todo de lado debido a que aun siendo desconocidos una madre y su hijo los recibieron en su casa luego de un enfrentamiento mortal con la única regla de cero armas pues era la noche en la que se conmemoraba el nacimiento del Salvador del mundo entero.
La historia que data desde 1944 y recogida por God Reports cuenta como las tropas alemanas y americanas se enfrentaban en gran número dentro de la Batalla de las Ardenas en medio de tormentas de nieve que estallaron inesperadamente en la época, lo que cambió definitivamente el curso de esa guerra para miles de personas y también para unos 9 dentro de un mismo espacio en circunstancias que jamás esperaron.
Dentro del bosque de las Ardenas bajo el frio imponente y la falta de suministros, un soldado americano recibió un disparo en la parte superior de una de sus piernas y se estaba desangrando muy rápido; con hambre y sin lugar para resguardarse de un ataque el soldado herido y otro más que era su compañero deambularon por tres días sin rumbo hasta que consiguieron una cabaña acostando al hombre herido en la nieve.
«Estos dos jóvenes norteamericanos deambulaban desorientados por el tupido bosque de Hürtgen, en la frontera germano-belga, al haber perdido contacto con sus tropas. Uno de los dos presentaba graves heridas, por lo que no podían continuar caminando por aquel terreno cubierto de nieve. Desesperados, se arriesgaron a llegar hasta la puerta de una casa solitaria en busca de ayuda pese a encontrarse esta en el lado alemán», explica el periodista e historiador Jesús Hernández en su libro «Historias asombrosas de la Segunda Guerra Mundial».
Los soldados aliados pidieron ayuda en un hogar local. El frío era en esos momentos insoportable y la nieve caía acumulándose sobre sus cascos. Sin embargo, las condiciones meteorológicas no planteaban ningún problema en comparación con el miedo a caer bajo las garras de los soldados nazis. Y es que, los seguidores de Hitler habían demostrado ya su escasa piedad al haber acabado unos pocos días antes con cientos de prisioneros americanos.
Por suerte para ellos, la puerta de la casa la abrió una amable mujer que -a pesar de las nefastas consecuencias que podría tener para su familia- se ofreció a curar las heridas del soldado aliado. «Además, les invitó a compartir (…) la cena de Navidad , consistente en un suculento asado. Sorprendidos por esta hospitalidad, los norteamericanos aceptaron compartir la cena y pasar la noche en la casa», añade Hernández en su obra.
El invitado menos deseado
Parecía que aquella noche iba a ser perfecta para los soldados aliados quienes, al calor del fuego, decidieron tomar asiento en la mesa dispuestos a degustar una buena cena caliente. En cambio, el destino les tenía reservada una última jugarreta pues, cuando estaban a punto de comenzar a comer, un sonido seco sonó desde la entrada de la casa: alguien llamaba.
La mujer de la casa acogió amablemente a los americanos. La dueña, desconcertada, se levantó y abrió la puerta. Su sorpresa no pudo ser mayor cuando vio que al otro lado se hallaba una pequeña patrulla formada por tres soldados nazis a las órdenes de un sargento. Fuertemente armados, los alemanes pidieron entrar para registrar el hogar ya que, según explicaron, habían seguido unas extrañas huellas de sangre hasta aquella casa.
Una curiosa cena de Navidad
La tensión podía cortarse con un cuchillo de combate, y no se calmó cuando los nuevos visitantes preguntaron si había en el interior de la casa algún enemigo del Führer. «La dueña no se dejó impresionar y respondió desafiante: « Americanos ». Los alemanes empuñaron sus armas, dispuestos a irrumpir en la estancia, cuando ella les dijo con calma: «Vosotros podríais ser mis hijos, y los que están aquí dentro también» . «Uno de ellos está herido –continuó- y están cansados y hambrientos, así que entrad, pero esta noche nadie tiene que pensar en matar», completa el experto español en su obra.
Los nazis decidieron deponer sus armas y sentarse a la mesa con sus enemigos. A su vez, la tierna señora invitó a los soldados de la Wehrmacht a cenar. En principio, los nazis no supieron cómo reaccionar. Indecisos, los soldados miraron perplejos a su superior quién, increíblemente, ordenó a sus subalternos deponer las armas. A continuación, y para asombro de los norteamericanos, los alemanes, pidieron permiso para pasar y se fueron sentando a la mesa junto a sus, hasta ese momento, enemigos .
«Poco a poco, las prevenciones se fueron disipando y la cena acabó discurriendo por unos impensables cauces de compañerismo. Al final, todos entonaron canciones navideñas. (…) A la mañana siguiente, aquella amistad surgida durante la cena no se había esfumado con la llegada del nuevo día; los soldados alemanes indicaron a los americanos como llegar hasta sus propias líneas», finaliza el autor de «Historias asombrosas de la Segunda Guerra Mundial».
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