Páginas

BÚSQUEDA POR TEMA

"Dios no quiere la enfermedad para nadie, ni la envía, ni mucho menos premia o castiga con ella": Padre José María Marín Sevilla.



Partiendo de algunos ejemplos relacionados con la petición “Hágase tu voluntad, en el cielo como en la tierra”, con la que he tenido que lidiar a diario y con la que me siento vitalmente comprometido y teológicamente apasionado, expondré algunas reflexiones. 

Los discípulos de Jesús, le piden que les enseñe cómo orar como él mismo hace. Conocemos algunas de las instrucciones y plegarias que les fue proponiendo en sus enseñanzas. Sobresale entre ellas el Padrenuestro, por su contenido y por su difusión universal, hasta nuestros días.

NO ENFERMAMOS PORQUE ÉSTA SEA LA VOLUNTAD DE DIOS

En un pasillo exterior de la Casa Diocesana de Málaga, podemos ver unas sencillas cerámicas que decoran las paredes. Presentan frase a frase las expresiones de la milenaria oración de Jesús. Son, sin duda, un sencillo intento de difundir el Evangelio invitando a la oración. 

La composición gráfica con la inscripción: “Hágase tu voluntad”, no puede ser más expresiva y discordante al mismo tiempo: un enfermo en la cama y alguien catequizándole. Expresiva porque no deja lugar a dudas de lo que desea transmitir: la enfermedad es voluntad de Dios. Totalmente discordante y errónea porque Dios no quiere la enfermedad para nadie, ni la envía, ni mucho menos premia o castiga con ella. Interesante pedagogía, pero pésima interpretación teológica. Dios desea el bien, ni la enfermedad lo es, ni la muerte tampoco.  

Esta interpretación de la voluntad de Dios ha sido extendida en el mundo católico machaconamente. La encontramos incluso en el Ritual para el Sacramento de la Unción: “Te rogamos, Redentor nuestro, que por la gracia del Espíritu Santo, cures el dolor de este enfermo, sanes sus heridas, perdones sus pecados, ahuyentes todo sufrimiento de su cuerpo y de su alma y le devuelvas la salud espiritual y corporal, para que, restablecido por tu misericordia, se incorpore de nuevo a los quehaceres de su vida. Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. R. Amén”.

Así, como si nada, en el siglo XXI, seguimos pidiendo a Dios la salud corporal, hasta el punto de que nos devuelva sanos a los “quehaceres de la vida”. Con esta religiosidad no solo estamos trasladando una imagen de Dios intervencionista (sólo admisible en una fe infantilizada) sino que pone de relieve una desidia pastoral que mantiene años y años textos litúrgicos, llenos de contradicciones y alejados de la vida. Esta interpretación de la voluntad de Dios pone en cuestión su verdadera misericordia: lo más normal y natural del mundo es que el enfermo se muera a las pocas horas de recibir el Sacramento… Dios no ha querido sanarlo, ni escucha nuestra oración: ha sido su voluntad.

Sabemos que Dios no decide cuando enfermamos, ni cuando hemos de morir cada uno. Es necesario revisar esta concepción y, también, nuestras oraciones de petición. Hay que dejar de pedir cuando no son acordes al conocimiento que tenemos de las enfermedades y a los recursos de que disponemos para enfrentarnos a ellas. Sabemos que la enfermedad no es más que una consecuencia natural de la existencia vulnerable y frágil del Universo, del Planeta y de todos los seres vivos que lo habitan. Oremos sí, pero hagámoslo para cambiar nosotros y asemejarnos cada día más a Jesús de Nazaret que pasó sus días cargado con la fragilidad de su propia existencia humana, y aliviando a los enfermos, con la única fuerza extraordinaria de que era capaz: el Amor. La mayor manifestación de su divinidad, entregar la propia vida por todos y sin límites. 

Tampoco resulta muy convincente afirmar que Dios no creó la enfermedad y que ésta es fruto del pecado: sufrimos por “nuestra culpa”. Será bueno iniciar una reflexión que arranque del conocimiento que hoy tenemos de la realidad y que nosotros tenemos que gestionar, con generosidad y justicia, todas nuestras capacidades y nuestras limitaciones. Sería profundamente humano que lo hiciéramos priorizando la atención a los más vulnerables y a los que más sufren por nuestras injusticias y desigualdades, por el odio y la violencia. ¿Cuánto deberemos orar los que contamos con hospitales y medicamentos, ante los que enferman y mueren por nuestros miedos y egoísmos? 

Una y otra vez hemos repetido también aquella expresión del libro de Job que lejos de ayudarnos a descubrir el amor de Dios nos sumerge en la duda permanente: “El Señor me lo dio el Señor me lo quito” (Job 1,21). Una expresión que presenta al Diablo como un Dios maligno, todopoderoso y terrible, capaz de destruirnos y hacernos sufrir sin límites…, y todo con el consentimiento del Dios de la Alianza y las Promesas de liberación.

Cuan discordante suena hoy aquello de la paciencia de Job, repetida una y otra vez ante la pobreza y la enfermedad.  Vergonzante me parece ahora aquella pretendida verdad de la fe sobre Juicio Final: el mismo Dios, que consiente aquí en la tierra el sufrimiento, después de muertos, recompensará a los pobres con una vida eterna bienaventurada y a los “ricos” que ahora gozan de todos los bienes (con el consentimiento de Dios) serán condenados al castigo/sufrimiento eterno. En fin, concepciones inadmisibles, lo mires como lo mires y extremadamente irresponsables en nuestros días. 

TAMPOCO DIOS DECIDE CUANDO TIENE QUE MORIR CADA UNO 

Con motivo de la muerte de Manolo Sanlúcar (27 de agosto de 2022 en Jerez de la Frontera), uno de los exponentes más significativos del Flamenco, rtve emitió un extraordinario Documental: Imprescindibles. Manolo Sanlucar, el Legado. 

El reportaje recoge fragmentos de una entrevista anterior en la que podemos escuchar como narra, con angustia y decepción, su experiencia personal más profunda y dramática: ver morir a su único hijo Isidro, cuando sólo tenía 31 años: “Después de dirigirme a Dios, sin éxito, me dirijo al Diablo. En el último momento le ofrezco servirle si me salva a mi hijo. Tampoco me escuchó el Diablo. Entonces o no existe ninguno de los dos o a los dos les importo tres carajos”.

Mucho le costó asumir la pérdida de su hijo. Mucho le costó reinterpretar la voluntad de Dios y volver a la fe. Sabio y profundo como fue, lo consiguió: "Cuando me pongo a buscar al Dios que mató a mi hijo, termino encontrando al Dios que llora conmigo". Buscaba a un Dios que no existía: el que le habíamos transmitido, el que inmisericorde había decidido no escucharle en su oración y arrebatarle a su hijo dejando heridas para siempre en su alma y la de su madre. Finalmente se encontró con el Dios de Jesús que llora con él su ausencia y le acompaña cada instante en su sufrimiento. También su mujer Ana (pasado el tiempo de la desesperación y la ira) afirma en el mismo reportaje: hoy le doy gracias a Dios por los años que he estado con mi hijo.

El maestro de la guitarra, nos regala esta otra reflexión: “Dijo a la lengua el suspiro: échate a buscar palabras que digan lo que yo digo”. Así es, bien haríamos en dejar que el misterio del amor de Dios vaya penetrando en nuestro interior y lo inunde de emociones que alivien nuestro dolor y fortalezcan nuestra esperanza. Bien haríamos, dejarlo, sencillamente, habitar en nosotros como un suspiro que sale del alma herida, confiada y agradecida.


FRAGILIDAD, DEPENDENCIA Y COMPROMISO

Veinte siglos manejando el concepto de la voluntad de Dios de manera mecánica y sobrenatural, son como una inmensa montaña que hay que allanar para crear nuevos senderos, pero son también cuestión de fe y fortaleza: “Os aseguro que, si tuvierais fe del tamaño de una semilla de mostaza, diríais a aquella montaña que se trasladara allá, y se trasladaría” (Mateo 17,20). Jesucristo, rostro de la misericordia del Padre (Misericordiae Vultus, Papa Francisco) nos muestra un Dios que es amor y compasión. Nada que ver con una divinidad todopoderosa impasible ante nuestro sufrimiento natural o el que provocan nuestros propios errores.

Aunque los conceptos religiosos resultan difíciles de desarraigar y de sustituir, necesitamos “vino nuevo” que derramar en la diversidad de odres los “odres nuevos” que son las personas y las culturas del siglo XXI. Lo que entendemos y decimos de la voluntad de Dios no puede entrar en contradicción con las características esenciales del ser que somos y del Universo en el que vivimos, nos movemos y existimos. 

La piel de los seres humanos es fina y sensible. Somos vulnerables, débiles. Fáciles de herir, expuestos al dolor y al sufrimiento inevitablemente. Así somos. Compartimos esta fragilidad existencial con todos los elementos y seres vivos que habitan este Planeta minúsculo, en la inmensidad de un Universo que evoluciona permanentemente. Nos diferenciamos de las bestias y los bosques solo porque tenemos conciencia y, podemos enfrentarnos a la fragilidad para paliar el sufrimiento y, en ocasiones, establecer con ella una alianza que nos permita crecer como personas, con más y mayor profundidad humana.

Los seres humanos vivimos en dependencia los unos de los otros y todos en relación con la naturaleza y el mundo. Esta es otra característica que compartimos también con el resto de los seres vivos. Una cadena de dependencias es la base de la existencia entera. Nos diferenciamos de los demás seres vivos, solo y exclusivamente en nuestra capacidad de decidir cómo gestionar nuestras relaciones. Podemos seguir construyendo la vieja Torre de Babel que nos enfrenta y divide, o por el contrario, podemos comprometernos en hacer resurgir un nuevo y permanente Pentecostés que haga de la dependencia un estallido de luz, que haga de la diversidad una fiesta del encuentro y del “cuidado” una oportunidad para la justicia y la paz. 

En fragilidad y en dependencia, los seres humanos vivimos y tomamos decisiones. La “conciencia” (personal y colectiva) compromete nuestra vida en favor de los demás y del Planeta. Por mucho que queramos, nadie (ni el mismo Dios) puede suplirnos, en nuestra libertad y en nuestra voluntad sin privarnos, al mismo tiempo, de nuestro verdadero ser.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Publicaciones más leídas del mes

Donaciones: